Pensar es un don… pero también una trampa cuando la mente no sabe callar. A veces me pregunto si el cerebro no será nuestro mayor milagro… y también nuestro peor enemigo. Es un órgano fascinante, lleno de luces y recovecos, capaz de imaginar lo imposible y construirlo. Pero tiene un precio: no sabe descansar. Nos mantiene vivos, sí, pero también despiertos cuando solo queremos silencio.
Eso mismo plantea Emiliano Bruner, un investigador que no se conforma con mirar el cerebro desde la ciencia. Lo escucha, lo observa, lo siente. Estudia ciencias cognitivas y arqueología cognitiva, pero también medita y practica yoga. Y en esa mezcla entre neuronas y respiración, entre datos y silencio, busca entender qué nos hace tan humanos… y tan inquietos.
Bruner lo resume con una frase que tiene algo de verdad incómoda:
“La inteligencia sirve para resolver problemas; la sabiduría, para evitarlos.”
Y claro, ahí nos deja pensando. ¿Cuántas veces intentamos arreglar lo que podríamos haber evitado si supiéramos mirar un poco antes?
El precio de pensar tanto

Según él, la neurociencia evolutiva tiene una respuesta bastante sencilla —y cruel— para nuestro malestar constante: no fuimos diseñados para ser felices, sino para sobrevivir.
La evolución, al parecer, no tiene sentido del humor. Nos dio una mente capaz de recordar el pasado, imaginar el futuro y crear mundos enteros… pero no nos enseñó a apagarla.
Bruner dice que esa mente brillante que nos hizo inventar el arte, la agricultura y las estrellas también nos condena a rumiar, a compararnos, a sufrir por lo que fue o por lo que podría ser. Le puso nombre a ese ruido interno que nunca calla: “Radio sapiens”.
Una emisora que emite 24 horas al día, sin pausas, sin permiso.
Y lo más curioso —o lo más triste— es que cuanto más silencio buscamos, más alto parece sonar.
Los tres amos que gobiernan nuestra mente

Bruner habla de tres fuerzas que tiran de nosotros como amos caprichosos.
Primero, los instintos, que llevan grabados millones de años de historia animal.
Luego, las heridas personales, las cicatrices invisibles de lo vivido.
Y por último, las expectativas sociales, ese peso que nos obliga a actuar como si siempre hubiera alguien mirando.
En medio de ese escenario aparece un actor principal: el ego. Ese personaje que se inventa nuestra mente para protagonizar su propia película. El problema es que, poco a poco, el actor se olvida de que está interpretando un papel… y se cree el dueño del guion.
“Nos pasamos la vida actuando —dice Bruner—, olvidando que somos también los guionistas.”
Y tiene razón. Cuántas veces decimos “yo soy así” como si fuera una sentencia, cuando en realidad solo repetimos líneas que ni siquiera escribimos nosotros.
El deseo: la trampa más elegante

El deseo… ese viejo motor que nos mueve y nos mata de impaciencia. Bruner lo describe como un cebo evolutivo, una especie de truco biológico para mantenernos en marcha.
Cuando conseguimos algo, sentimos placer durante un instante y enseguida aparece otro deseo. Es un mecanismo perfecto para sobrevivir… e insoportable para vivir en paz.
La filosofía oriental lo llama duca: el sufrimiento que nace de no poder quedarnos quietos.
Porque al final, lo que disfrutamos no es alcanzar, sino anhelar. Y eso nos deja siempre con hambre de algo más.
La meditación: volver al centro

Frente a este laberinto mental, Bruner propone un camino sencillo —que no fácil—: entrenar la atención. Aprender a mirar lo que pasa dentro sin dejarse arrastrar.
No se trata de vaciar la cabeza, sino de aprender a escucharla sin creérselo todo.
Es como mirar el cielo y ver pasar las nubes sin intentar detenerlas.
La meditación, dice, es un entrenamiento. Cada respiración es una repetición más en el gimnasio de la conciencia. Y el cuerpo, nuestro laboratorio: un lugar donde experimentar la calma, el temblor, la atención.
Cuando uno aprende a detenerse un segundo antes de reaccionar, algo cambia.
Ese segundo —pequeño, casi invisible— es donde empieza la libertad.
Del bienestar al cambio profundo
Bruner distingue dos formas de entender la meditación.
Una, más superficial, busca simplemente sentirse mejor: reducir el estrés, dormir mejor, soportar el ritmo del día a día.
La otra es transformadora: no pretende que los problemas desaparezcan, sino que uno deje de vivirlos como tales.
Y aunque parezca abstracto, los cambios se ven. En minutos, el cuerpo se calma; en semanas, el cerebro reorganiza sus prioridades; y con los años, se transforma. Los meditadores más experimentados pueden llegar a “apagar” esa Radio sapiens que nos taladra la cabeza.









