Hay algo curioso en nuestra cultura: el alcohol está en todas partes. Está en las celebraciones, en las despedidas, en los reencuentros. Está en la copa de vino que “te has ganado”, en la cerveza para “relajarte después del trabajo”, en los brindis que parecen obligatorios.
Lo más extraño es que, cuando alguien decide no beber, el resto se inquieta.
“¿Estás bien?”, “¿te pasa algo?”, “venga, una no te va a matar”.
Y no, no lo dicen con mala intención. Pero ahí se ve hasta qué punto beber se ha convertido en lo normal… y no beber, en lo raro.
Lo cierto —aunque incomode decirlo— es que el alcohol no es un acompañante inocente. Es la droga más aceptada del mundo, y también la que más mata. Cada año, provoca más muertes que las guerras, los asesinatos y los accidentes de tráfico juntos. Y sin embargo, lo seguimos celebrando.
Brindamos con él cuando estamos felices. Lo usamos para olvidar cuando estamos tristes. Lo compartimos cuando nos sentimos solos. Y lo curioso es que, si lo piensas, cualquier excusa parece buena para abrir una botella.
La dosis más segura: ninguna

Durante mucho tiempo nos contaron que una o dos copas al día eran buenas para el corazón. Y muchos lo creímos.
Pero no: no lo son. El alcohol es una toxina, y la dosis más segura sigue siendo cero.
Y, aun así, es comprensible por qué cuesta tanto dejarlo. El alcohol tiene ese “algo” que parece hacernos más sueltos, más simpáticos, más valientes. Nos apaga la parte del cerebro que pone freno, la que piensa antes de hablar, la que mide los riesgos.
Y entonces reímos más, decimos lo que normalmente callamos, nos sentimos más “libres”.
Pero lo que el alcohol nos da por unas horas, luego lo cobra con intereses.
Porque ese desahogo no es libertad: es desconexión. Las conversaciones con copas fluyen, sí, pero se olvidan al día siguiente. Lo que parecía cercanía, muchas veces era solo ruido.
Y lo peor no es la resaca física, sino esa sensación silenciosa que llega después… esa especie de vacío que cuesta nombrar.
El mito de las dos copas

La famosa idea de que “beber un poco es bueno” nació de un error.
Los primeros estudios parecían decir que quienes bebían una o dos copas vivían más que los que no bebían nada.
Pero nadie se preguntó algo tan simple como por qué no bebían los que estaban en el grupo de “cero”.
Años después se descubrió que muchos eran personas enfermas, con problemas cardíacos, hepáticos o en tratamiento médico. Incluso exalcohólicos. En resumen: el grupo de abstemios partía con peor salud desde el principio.
Cuando los investigadores corrigieron el dato, la supuesta “ventaja” desapareció. La línea se aplanó.
Y el mensaje fue contundente: a más alcohol, más riesgo.
Ninguna cantidad protege. Ninguna.
Una cultura que empieza a despertar

Lo tenemos tan integrado que ni lo vemos. “Brindemos por lo bueno”. “Una para celebrar”. “Otra para olvidar”.
Está en la publicidad, en la música, en las sobremesas de domingo. En los momentos felices y en los tristes.
Pero algo está empezando a cambiar.
Cada vez más personas deciden no beber. No desde la culpa, sino desde el cuidado. Porque duermen mejor. Porque piensan más claro. Porque descubren que la risa sin alcohol también suena más limpia, más auténtica.
No se trata de prohibir, ni de juzgar. Se trata de abrir los ojos.
De darnos cuenta de que brindar por la salud mientras sostenemos una copa de vino es, cuando menos, una contradicción.
Quizá el primer paso no sea dejar de brindar, sino brindar por otra cosa.
Por la claridad. Por las conversaciones sinceras. Por las risas que no se olvidan al día siguiente.
El alcohol prometió compañía, pero muchas veces nos dejó solos.
Nos prometió libertad, pero nos quitó control.
Nos prometió alegría, pero nos robó energía.
Tal vez haya llegado el momento de brindar…
Pero esta vez, por estar despiertos.









