La investigadora y doctora en Educación Catherine L’Ecuyer, autora de referencia en pedagogía y directora del posgrado en Educación Clásico Realista y Humanidades, vuelve a encender el debate sobre el rumbo que está tomando la educación. Su voz, serena pero firme, advierte sobre una crisis silenciosa, la de un modelo que ha perdido el sentido profundo de enseñar y se ha rendido a la tecnología sin entender sus consecuencias.
Desde que publicó Educar en la realidad en 2014, L’Ecuyer se convirtió en una de las pioneras en cuestionar el uso indiscriminado de pantallas en la infancia y la adolescencia. Lo que hace años parecía una posición conservadora, hoy suena más a advertencia cumplida. “Ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia de daño”, insiste. Para ella, llenar las aulas de tabletas sin pruebas de su beneficio fue un salto al vacío, un experimento global impulsado, más que por la pedagogía, por una obsesión colectiva con la modernidad.
“Lo que empezó como innovación acabó siendo una campaña de marketing sin precedentes”, lamenta. La promesa del progreso digital, añade, ha desembocado en una realidad preocupante: niños distraídos, ansiosos, dependientes de estímulos, incapaces de sostener la atención o disfrutar del silencio. Cita incluso al informe del Cirujano General de EE. UU., que ya establece un vínculo causal entre el uso de redes sociales y la depresión, los trastornos alimentarios y la soledad juvenil.
La gran trampa del “uso responsable”

L’Ecuyer no se muerde la lengua cuando habla de la expresión más repetida por padres y educadores: “uso responsable”. “Es como dar las llaves del coche a un niño de cinco años y pedirle prudencia”, ironiza. No se trata, dice, de falta de voluntad educativa, sino de una batalla desigual contra una industria multimillonaria diseñada para capturar la atención y explotar la dopamina de los más jóvenes.
“Cuando un colegio introduce tabletas o Chromebooks con Wi-Fi, abre un puente directo al ocio digital”, señala. Lo que debería ser un espacio de aprendizaje se transforma en un entorno de vigilancia, donde los adultos intentan contener una corriente imparable. “La escuela no puede ser un campo de batalla contra el algoritmo”, advierte.
El espejismo del constructivismo y la educación vacía

Para L’Ecuyer, la tecnología no llegó sola: lo hizo de la mano de ciertas corrientes pedagógicas. Critica abiertamente el constructivismo, esa idea de que el conocimiento se construye en grupo de forma espontánea. Según explica, este enfoque encajó perfectamente con los intereses de la industria tecnológica: “El constructivismo y la industria digital hicieron un matrimonio de conveniencia”.
Defiende, en cambio, una educación clásica y realista, centrada en la formación del carácter y la búsqueda de la verdad. “Educar no es producir, es transformar”, dice. Y para ilustrar el sinsentido del nuevo paradigma, lanza una imagen provocadora: “La profesora prepara la clase con ChatGPT. El niño hace los deberes con ChatGPT. La profesora los corrige con ChatGPT. Cerramos las escuelas”. Su crítica no apunta contra la herramienta, sino contra el vacío que deja su uso mecánico. “Para usar bien una IA hace falta cultura, contexto y madurez, justo lo que los jóvenes aún están aprendiendo.”
La palabra, la belleza y el silencio como antídotos

En un mundo donde todo se acelera, L’Ecuyer propone bajar el ritmo y volver al lenguaje profundo. La lectura, afirma, es incompatible con las redes sociales: “son dos mundos que no pueden convivir”. Leer despacio, comprender, reflexionar: eso es lo que forma el pensamiento crítico.
“Si no sabemos decir lo que sentimos, terminamos gritando o rompiendo cosas”, advierte. Para ella, la palabra es la base de la democracia, la herramienta que permite pensar, dialogar y convivir.
Pero no basta con hablar o leer. Hay que educar en la belleza, entendida como “la expresión visible de la verdad y la bondad”. L’Ecuyer defiende llenar las aulas —y los hogares— de cosas bellas, de libros, música, silencio, naturaleza. “La belleza ordena el alma, y sin alma no hay educación posible.”
Un último consejo: menos pantallas, más presencia
L’Ecuyer no se queda en la teoría. Recomienda retrasar al máximo la entrega del primer smartphone, situando los 18 años como edad mínima si se atiende a criterios de salud pública. Pero insiste: el problema no es solo el teléfono, sino la soledad de los niños, que reemplazan las conversaciones familiares por chats o vídeos interminables.
“Los niños no necesitan más tecnología, necesitan más tiempo con sus padres, más historias y más mirada”, concluye. Porque educar, recuerda, no es preparar para competir, sino para comprender y amar el mundo.









