La inteligencia nos hizo humanos, pero quizá también nos robó la paz. El neurocientífico Emiliano Bruner, especialista en arqueología cognitiva, presenta su nuevo libro, La maldición del hombre mono, una obra que nace de la confluencia entre su labor científica y su práctica personal de meditación, mindfulness y yoga. En sus páginas, Bruner abre una reflexión profunda y a la vez incómoda: ¿por qué una especie tan brillante parece condenada a vivir en una eterna insatisfacción?
La mente que no calla

Bruner no lo dice con dramatismo, sino con una claridad desarmante: nuestra inteligencia, la misma que nos permitió dominar el planeta, es también la raíz de nuestro sufrimiento. Desde la biología evolutiva, explica que la mente humana no fue diseñada para hacernos felices, sino para mantenernos con vida y asegurar la continuidad de la especie.
Y ahí reside el conflicto. Pensar tanto tiene un precio. Esa maravillosa capacidad de imaginar, recordar y proyectar escenarios —la que nos hizo construir ciudades, lenguajes y ciencia— se vuelve en nuestra contra cuando no sabemos detenerla.
Bruner lo describe con una metáfora que resulta inquietantemente familiar:
“El problema es que esta máquina que yo llamo radio sapiens nunca se apaga.”
Esa “radio interna” no deja de emitir: repite los miedos del pasado, anticipa catástrofes futuras y, entre tanto ruido, nos roba la calma. “El ser humano —dice Bruner— es muy inteligente y muy triste. Tal vez ambas cosas estén relacionadas.”
Inteligencia o sabiduría: una elección vital

Una de las distinciones más reveladoras que plantea el autor es la que separa la inteligencia de la sabiduría. Mientras la primera se asocia con resolver problemas, la segunda consiste, simplemente, en evitarlos.
“La inteligencia muchas veces se presenta como la capacidad de solucionar problemas. Yo digo que la sabiduría es la capacidad de evitarlos.”
Bruner lo resume con ironía: “Siempre será mejor no caer al pozo que tener que aprender a salir de él.” Por eso, las tradiciones meditativas —lejos de ser una moda— representan para él una alternativa real al sufrimiento: no buscan eliminar el dolor, sino prevenirlo.
Y ahí aparece uno de los temas más fascinantes del libro: la trampa del deseo. La evolución, explica, nos programó para desear más y más —placer, poder, control, reconocimiento—, porque eso garantizaba nuestra supervivencia. Pero el deseo es un motor que nunca se detiene.
“Ahí está la trampa: el deseo, por su propia naturaleza, nunca puede ser satisfecho.”
Cuando alcanzamos una meta, enseguida aparece otra. Es como correr en una cinta que nunca se apaga: avanzas, te agotas, pero sigues en el mismo lugar.
La herencia del miedo

Otro punto que Bruner aborda con franqueza es nuestro sesgo negativo: esa tendencia a ver el vaso medio vacío, a anticipar el peligro antes que la calma. Y tiene una razón evolutiva. En la prehistoria, era mejor preocuparse de más y sobrevivir que relajarse y morir.
“A nivel evolutivo, es mucho más eficaz pasarse de previsiones negativas que de previsiones positivas.”
Esa alarma interna, útil cuando huíamos de depredadores, hoy nos mantiene ansiosos y agotados en una jungla de estímulos digitales, metas y miedos que ya no son físicos, pero se sienten igual de reales.
El ego: nuestro personaje interior
Bruner pone el foco en el ego, ese narrador interno que se cree protagonista de todo lo que nos pasa.
“El ego es un personaje ficticio. Nuestra red neuronal proyecta una película, y necesitamos un protagonista. Ese protagonista es el ego.”
El problema, explica, es que nos identificamos tanto con ese personaje que olvidamos que en realidad somos el guionista. El ego fue útil para sobrevivir, pero ahora nos encierra en una historia repetida una y otra vez.
El primer paso, dice, es observar sin juzgar, sin reaccionar. Y para eso, el entrenamiento mental es clave.
Meditar para bajar el volumen
Bruner compara la mente con una “sopa de palabras, emociones e imágenes” que nos arrastra sin piedad. La meditación, sostiene, no es silencio forzado, sino aprendizaje para distinguir los ingredientes de esa sopa.
“La reacción es automática: no decides nada. La respuesta es consciente: sabes lo que pasa y eliges cómo actuar.”
Con el tiempo, esa práctica transforma el cerebro. A corto plazo regula el estrés; a medio, cambia el metabolismo neuronal; y a largo, reorganiza el mapa del pensamiento, fortaleciendo las áreas que sostienen la atención y debilitando las que alimentan la rumiación.
En el fondo, La maldición del hombre mono no es un ensayo científico, sino un espejo. Uno que refleja lo que somos y lo que podríamos llegar a ser si aprendiéramos, de una vez por todas, a pensar menos y vivir más.
“Somos un mono inteligente, sí —concluye Bruner—, pero todavía podemos aprender a ser un poco más sabio.”