El psicólogo Iñaki Piñuel, una de las voces más reconocidas en el estudio del trauma y las relaciones tóxicas, lanza una reflexión tan incómoda como reveladora: muchas personas no viven desde su libertad, sino desde sus heridas.
“Quien está tomando las decisiones importantes de vuestra vida no sois vosotros; es el trauma psicológico”, afirma sin rodeos.
Puede sonar duro, pero tiene razón. Quienes crecieron en familias disfuncionales rara vez son conscientes de ello. Con el tiempo, acaban normalizando lo que les dolió, creyendo que su forma de amar, reaccionar o relacionarse es simplemente “así soy yo”. Pero no. Detrás de muchas elecciones automáticas, de la dificultad para poner límites o de esa tendencia a repetir los mismos vínculos dañinos, hay un niño herido que sigue tomando el control.
“El primer paso para sanar —explica Piñuel— es entender que ese niño ya no vive aquí. Vive en otro tiempo, en otro lugar. Hoy sois adultos, y ese adulto sí puede cuidar de quien fuisteis.”
No es un proceso fácil. A veces, implica enfrentarse a recuerdos que duelen o buscar ayuda profesional. Pero sin esa consciencia, uno sigue siendo prisionero de un pasado que ya terminó.
Cuando el corazón tira en dos direcciones

Los niños que crecen en entornos disfuncionales aprenden algo imposible: que el amor puede doler. Por eso, ya adultos, viven divididos entre dos impulsos contrarios: uno los empuja a acercarse, a buscar afecto; el otro, a huir por miedo a que esa cercanía vuelva a hacer daño.
Esa lucha invisible genera lo que Piñuel llama una paradoja emocional: personas que ansían amar, pero temen profundamente la intimidad.
“Quieren ser queridas —dice—, pero sienten que abrirse puede ser fatal.”
Así, el trauma se disfraza de madurez, de independencia o de “mala suerte en el amor”, cuando en realidad lo que ocurre es que el pasado sigue escribiendo el guion del presente.
Diez heridas que moldean la adultez

El Dr. Piñuel ha identificado diez bloqueos emocionales que se repiten en quienes crecieron en familias dañinas. No son etiquetas, sino espejos donde mirarse sin culpa:
- Autoabandono: adultos que se olvidan de sí mismos porque aprendieron que no merecían cuidado.
- Sumisión: quienes se pliegan ante figuras autoritarias o abusivas, como cuando eran niños indefensos.
- Falsa independencia: aparentan fortaleza, pero huyen del apego por miedo a sufrir.
- Cuidadores compulsivos: buscan sentirse amados cuidando a otros, sin permitirse ser cuidados.
- Dependientes afectivos: necesitan atención constante, incluso a través de la enfermedad o el victimismo.
- Personalidades límite: viven entre la necesidad de cercanía y el pánico al abandono.
- Agradadores compulsivos: dicen “sí” a todo por miedo al rechazo; no saben poner límites.
- Ingenuos o crédulos: se niegan a ver el mal y justifican lo injustificable.
- Negadores: distorsionan la realidad para no enfrentarse al dolor, hasta enfermar por dentro.
- Repetidores del abuso: se enganchan, una y otra vez, a personas dañinas. No por masoquismo, sino por una “misión imposible”: sanar lo que quedó roto en la infancia.
Despertar del trance

Iñaki Piñuel explica que estas personas no disfrutan del dolor ni buscan sufrir. Lo que ocurre es que viven hipnotizadas por su historia.
“Su conducta —dice— responde a un trance relacional que las mantiene dormidas, repitiendo una experiencia que ya terminó.”
Romper ese hechizo no consiste en olvidar, sino en mirar el pasado con otros ojos. Reconocer lo que pasó, perdonarse por haber sobrevivido como se pudo y empezar a vivir desde el adulto que uno es hoy.
“La recuperación comienza cuando el adulto despierta y deja de dejar que el niño herido decida por él.”
Y aunque el camino sea largo, Piñuel insiste en algo esperanzador: ningún trauma es más fuerte que la voluntad de sanar.
Porque, al final, la libertad no se hereda ni se espera. Se conquista, poco a poco, cuando uno deja de reaccionar desde el miedo y empieza, por fin, a elegir desde el amor propio.