En los últimos años, hemos asistido a un fenómeno preocupante en nuestras ciudades: el aumento exponencial del precio del alquiler, la conversión masiva de viviendas en pisos turísticos ilegales y el fraccionamiento de pisos en habitaciones diminutas a precios desorbitados.
Frente a esta realidad, surgen nuevas formas de especulación disfrazadas de modernidad y emprendimiento. La abogada y exparlamentaria Alejandra Jacinto ha acuñado el término «inmobros», que son el primo con ladrillo de los «criptobros». Los inmobros son pequeños inversores que, al calor de las plataformas digitales, compran viviendas, las reforman mínimamente y las exprimen al máximo a través de subarriendos, alquiler por habitaciones o turísticos. Y sí, su efecto agregado sobre el mercado es tan devastador como el de los grandes fondos.
El término utilizado por Jacinto en el diario Público no es un insulto, ni una guerra contra la libertad de empresa. Es una radiografía de un problema urgente que está afectando a miles de familias, jóvenes y trabajadores a través de alquileres inasumibles, expulsión de residentes, gentrificación y aumento exponencial de la pobreza urbana.
¿QUÉ ES UN INMOBRO?
El término puede sonar provocador, pero en realidad describe una figura que se ha ido consolidando gracias a la falta de regulación, la pasividad de muchas administraciones y la proliferación de contenido en redes sociales que promueve la inversión en vivienda como una forma de ingreso pasivo rápido.
Son canales que venden cursos, estrategias y fórmulas milagrosas para ‘vivir de las rentas’ sin tener grandes patrimonios, aprovechando rendijas legales (o directamente ilegales) para maximizar beneficios a costa del acceso a la vivienda de otras personas. Los inmobros no son necesariamente grandes propietarios.

Suelen ser individuos o pequeñas empresas que compran una o dos viviendas y las rentabilizan fragmentándolas en habitaciones —con cerraduras en cada puerta, alquileres por semanas o sin contrato— o convirtiéndolas en pisos turísticos sin licencia, aprovechando la falta de controles reales por parte de muchos ayuntamientos.
Lo que hacen, en resumen, es multiplicar el rendimiento de un inmueble sin preocuparse por el impacto social o urbano.
ECONOMÍA DE LA PRECARIEDAD
A menudo se quiere vender esta práctica como una forma de ‘democratizar la inversión’. Sin embargo, en muchas ocasiones se democratiza la especulación. La lógica del beneficio máximo, sin ética ni responsabilidad social, termina degradando el mercado para todos: empuja los precios al alza, expulsa a residentes históricos y convierte barrios enteros en lugares de tránsito o, peor aún, en parques temáticos turísticos.
En muchos casos, las viviendas adquiridas por estos microinversores estaban destinadas originalmente al alquiler residencial. Su transformación en pisos por habitaciones o apartamentos turísticos no solo reduce la oferta para quienes buscan vivir en la ciudad, sino que además devalúa las condiciones de habitabilidad.
Nos encontramos con personas viviendo en espacios sin ventilación, con baños compartidos entre cinco o seis inquilinos, contratos verbales o directamente sin derechos legales. Y todo esto se da bajo la apariencia de legalidad, con un discurso que enmascara esta especulación como «emprendimiento», cuando en realidad no es más que rentismo adaptado a las nuevas herramientas digitales.
Plataformas como Airbnb, canales de YouTube o foros de inversión actúan como verdaderos catalizadores de un modelo que ve en la vivienda no un derecho, sino una oportunidad de negocio fácil y rápida.
RESPONSABILIDAD
Este fenómeno no sería posible sin la complicidad, directa o indirecta, de muchas administraciones. En algunas ciudades como Madrid se tolera abiertamente la actividad de pisos turísticos ilegales. En otras, no existen controles sobre el subarriendo o la multiplicación de contratos dentro de una misma vivienda.
Las sanciones, cuando existen, son mínimas o ineficaces. Todo esto genera un efecto llamada que incentiva la entrada de más pequeños especuladores en un mercado donde la ética brilla por su ausencia.
Además, la falta de un parque público de vivienda en alquiler contribuye a la tensión del mercado. La escasa oferta pública fuerza a quienes tienen menos recursos a depender de un mercado privado cada vez más inaccesible.