Pese a la ideología neoliberal que practica, Juan Ramón Rallo es, sin lugar a dudas, uno de los divulgadores económicos con más talento del país. Su capacidad para explicar conceptos complejos de forma accesible y su rigor argumentativo han convertido sus columnas y vídeos en una referencia dentro del liberalismo español.
Pese a lo cual, su último artículo sobre el problema de la vivienda en España acierta en varios de sus diagnósticos, pero también omite elementos cruciales que desdibujan las causas profundas del colapso habitacional que estamos viviendo. Y como ocurre con frecuencia en el pensamiento económico de inspiración liberal, lo que no se dice suele ser tan importante como lo que se afirma.
Rallo parte de una premisa aparentemente incontestable: si la vivienda es cada vez más inaccesible, es porque hay más hogares buscando un techo que viviendas disponibles para ofrecérselos. La oferta no crece al mismo ritmo que la demanda, y eso presiona al alza los precios. En este punto, su análisis coincide con las advertencias del Banco de España y con los datos demográficos recientes.
Nadie puede negar que la creación de hogares, el aumento de población en grandes ciudades, el interés de inversores extranjeros y la fiebre de pisos turísticos están disparando la presión sobre un parque inmobiliario de las grandes ciudades que crece a un ritmo muy inferior al necesario. El resultado es ya conocido: alquileres prohibitivos, compra fuera del alcance de la mayoría y un porcentaje alarmante de inquilinos, el 45%, en riesgo de pobreza o exclusión, según Eurostat.
Pero es precisamente en lo que propone como solución donde el discurso de Rallo muestra su sesgo. Frente a las «tentaciones políticas» de intervenir el mercado con subsidios o topes al alquiler (medidas que, según él, solo elevan los precios o reducen la oferta, pese a que los datos catalanes demuestran lo contrario), el liberalismo apuesta por desatar las fuerzas del mercado: más suelo urbanizable, menos regulaciones, licencias exprés, construcción industrializada, transporte para expandir el acceso a zonas periféricas… Todo ello bajo una lógica muy clara: si el precio es el problema, la única respuesta válida es aumentar la oferta. Y si no lo hacemos, es porque el Estado se entromete demasiado.
El problema de este enfoque no es tanto lo que plantea, sino lo que deja fuera. Rallo habla de oferta sin preguntarse qué tipo de oferta se necesita. Habla de precios sin interrogarse por la especulación financiera que alimenta esos precios. Y sobre todo, habla de vivienda como si fuera una mercancía más, ignorando deliberadamente que también es un derecho fundamental.

Resulta revelador que en un artículo tan extenso no haya ni una mención al peso creciente de los fondos de inversión en el mercado inmobiliario español y ni a las compañías que explotan miles de pisos turísticos.
En ciudades como Madrid o Barcelona, decenas de miles de viviendas están en manos de grandes tenedores, muchas veces vacías, turísticas o destinadas a alquileres de lujo. ¿De qué sirve construir más si no se garantiza que esas nuevas viviendas no seguirán el mismo camino?
PARQUE PÚBLICO DE VIVIENDA EN ESPAÑA
Tampoco hay en su análisis una sola referencia al parque público de vivienda. España es uno de los países con menor vivienda social de toda Europa, apenas un 2% frente al 20% de Viena o los más del 10% de Francia y Países Bajos.
En lugar de apostar por una expansión decidida de esta red de seguridad, que sí ha demostrado ser capaz de estabilizar los precios a largo plazo y ofrecer alternativas dignas a quienes el mercado excluye, el liberalismo confía en que la mano invisible lo resolverá todo, aunque llevamos décadas viendo que no es así.
Por supuesto, hacen falta reformas profundas en la gestión del suelo, la concesión de licencias o la formación de profesionales del sector. Pero asumir que el problema de fondo es una escasez inducida por el Estado y no una crisis estructural del modelo de vivienda es mirar hacia otro lado.
La vivienda no es cara solo porque falten casas. Es cara porque hemos permitido que el mercado decida su precio sin intervenir sobre las condiciones de acceso. Porque, incluso entre los partidos que se dicen progresistas, parece haber más interés en proteger el valor de los activos que en garantizar el arraigo de las personas.
El artículo de Rallo, como casi siempre, se apoya en datos sólidos y ofrece propuestas concretas. Pero su mirada es incompleta. Ignora el papel de la política fiscal, el deterioro del alquiler como opción de vida, la expulsión de familias trabajadoras de sus barrios, o la crisis demográfica vinculada a la precariedad residencial. Ignora, en suma, que el mercado por sí solo no parece que vaya a solucionar la dramática situación que sufre buena parte de la mayoría social.