El gran fraude televisivo que nos hipnotizó a todos comenzó con un objeto tan cotidiano como una cuchara. Millones de personas, sentadas frente al televisor en una España que apenas despertaba al color, fueron testigos de cómo un hombre llamado Uri Geller la doblaba con el supuesto poder de su mente; aquel israelí de mirada penetrante nos hizo creer que lo imposible estaba sucediendo en directo, y lo más fascinante es que queríamos creerlo con todas nuestras fuerzas. Aquel episodio se convirtió en la semilla de un engaño colectivo inolvidable.
La visita de Geller al plató de José María Íñigo no fue solo un show, fue un auténtico fenómeno sociológico que destapó nuestra ingenuidad. En una época sin internet ni redes sociales para contrastar la información, la televisión era el oráculo y lo que allí sucedía iba a misa; el carismático presentador dio paso a un mentalista que ejecutó una tomadura de pelo magistral, convirtiendo un simple truco de ilusionismo en un debate nacional sobre los límites de la ciencia. Este fue el inicio de un fraude que marcó a una generación.
¿AQUÍ HAY GATO ENCERRADO, O ES PODER MENTAL?
En ese caldo de cultivo aterrizó Uri Geller, un personaje magnético que prometía romper las barreras de la lógica. Su aparición no fue casual; la sociedad estaba ávida de misterios y fenómenos paranormales que la distrajeran de la rutina gris, y él ofrecía un espectáculo nunca visto que conectaba con ese anhelo profundo de creer en algo más. La pregunta que flotaba en el ambiente no era si aquello era un timo televisado, sino hasta dónde podían llegar sus asombrosos poderes.
La clave de su éxito no residía tanto en la complejidad del truco, sino en la atmósfera que se creaba a su alrededor. Él no se presentaba como un mago, sino como un individuo con capacidades sobrenaturales, una distinción crucial; Geller vendía una narrativa de poder mental que la audiencia compró sin dudar, seducida por un hombre que parecía más un enviado de otra dimensión que un simple artista del engaño. Este enfoque elevó el listón, convirtiendo lo que podría haber sido un simple entretenimiento en un supuesto desafío a la ciencia y un fraude a gran escala.
LA PANTALLA QUE HIPNOTIZABA: ¿CÓMPLICE O VÍCTIMA?
El papel de la televisión fue absolutamente determinante en la construcción de este mito moderno. El programa Directísimo, presentado por el recordado José María Íñigo, no era un espacio cualquiera, sino el epicentro del entretenimiento nacional; la pequeña pantalla actuó como un notario que certificaba la veracidad de los poderes del mentalista, otorgándole una credibilidad que de otro modo jamás habría alcanzado. La fuerza de la imagen en directo fue el vehículo perfecto para este fraude.
Es justo preguntarse si los responsables del programa eran conscientes del engaño. Íñigo, un profesional de enorme talento y olfato periodístico, siempre mantuvo una posición ambigua, a medio camino entre el asombro y el escepticismo calculado; el presentador se convirtió en el cómplice necesario que validaba el espectáculo ante millones de espectadores, aunque probablemente intuyera que detrás de todo se escondía una estafa mediática muy bien orquestada. Su rostro de perplejidad fue el nuestro, y esa conexión emocional selló el éxito del fraude.
EL EFECTO DOMINÓ: CUCHARAS DOBLADAS EN CADA RINCÓN DE ESPAÑA
El momento cumbre llegó cuando el mentalista invitó a los espectadores a participar en el experimento desde sus casas, a coger sus propias cucharas y relojes. Lo que sucedió a continuación fue un delirio colectivo sin precedentes; las centralitas de Televisión Española se colapsaron con llamadas de personas que aseguraban que sus cubiertos se doblaban solos y sus viejos relojes volvían a funcionar. Aquella ilusión masiva demostró hasta qué punto la sugestión puede moldear nuestra percepción de la realidad, un fraude que trascendió la pantalla.
Aquella noche, el fenómeno se desbordó por completo, escapando al control del propio Geller y convirtiéndose en patrimonio popular. En los días siguientes, no se hablaba de otra cosa en las oficinas, los mercados y los colegios; miles de niños y adultos intentaban replicar la hazaña convencidos de que ellos también poseían algún tipo de poder oculto, perpetuando así un truco que ya formaba parte de la memoria sentimental de España. Fue la culminación perfecta de un fraude que nos hizo sentir especiales, aunque fuera por unos instantes.
DESMONTANDO EL SHOW: LA CIENCIA CONTRA EL MENTALISTA
Claro que, pasada la euforia inicial, las voces críticas no tardaron en aparecer para poner un poco de cordura. Ilusionistas profesionales y escépticos como el célebre James Randi llevaban tiempo advirtiendo sobre los métodos de Geller; demostraron que los supuestos poderes paranormales no eran más que una combinación de trucos de prestidigitación clásicos y una astuta manipulación psicológica, técnicas al alcance de cualquier mago medianamente hábil. Aquel fraude sobrenatural tenía, en realidad, una explicación bastante terrenal.
Los análisis posteriores desvelaron los secretos detrás de la magia. El truco de la cuchara, por ejemplo, se basa en la aplicación de presión en un punto concreto mientras se distrae la atención del público, o en el uso de metales con memoria de forma. El de los relojes, por su parte, se apoya en la simple probabilidad; Geller sabía que muchos relojes mecánicos antiguos se ponen en marcha con un simple movimiento o con el calor de las manos. Era un charlatán que conocía perfectamente la psicología humana y explotaba el deseo de la gente de creer en lo imposible.
EL LEGADO DEL IMPOSTOR: POR QUÉ SEGUIMOS PICANDO
Décadas después, el eco de aquella noche mágica todavía resuena. El recuerdo del hombre que doblaba cucharas con la mente se ha instalado en nuestro imaginario colectivo, y muchos de los que lo vivieron aún dudan sobre lo que vieron; este episodio nos enseña que una buena historia, cargada de emoción y misterio, a menudo pesa más que la propia evidencia, demostrando la facilidad con la que una sociedad puede abrazar un fraude si el relato es lo suficientemente poderoso. Es una lección sobre la credulidad y el poder de los medios.
Quizás hoy, en la era de las fake news y la desinformación viral, somos más vulnerables que nunca a este tipo de manipulaciones. El escenario ha cambiado, ya no es un plató de televisión, sino una pantalla de móvil, pero el mecanismo es el mismo; la historia de Geller nos recuerda que siempre habrá impostores dispuestos a explotar nuestra necesidad de asombro, y que la única herramienta real que tenemos para defendernos es una sana dosis de escepticismo y pensamiento crítico. Porque, en el fondo, siempre habrá alguien dispuesto a doblarnos la cuchara.