Fred Laguía mide alrededor de 1,78. Durante gran parte de su vida ha vivido en una especie de montaña rusa con el peso. Hubo momentos que él recuerda como de “gloria”, cuando estaba en los 68 o 69 kilos y sentía que volaba en la bici. Pero también épocas en las que se relajaba demasiado y volvía a ganar kilos. En los últimos dos años y medio esa dinámica se volvió especialmente frustrante.
El golpe definitivo llegó un 2 de marzo. Ese día se subió a la báscula y vio un número que lo dejó helado: casi 90 kilos. “Prácticamente 90, una auténtica salvajada”, dice. No era la primera vez que se prometía no volver a pasar de cierto peso —una vez, incluso, firmó con sangre en un viaje que nunca superaría los 75—, pero en esta ocasión sintió que no podía seguir engañándose. Ese número era el punto de inflexión.
Una bajada radical… pero con energía

En apenas tres meses perdió 15 kilos. Cinco por mes. “Eso es una auténtica salvajada”, reconoce, aunque sin arrepentimiento. “Muchos dirán que bajar tan rápido no es sano, pero si mejoras el rendimiento, duermes mejor, te sientes fuerte y hasta más alegre… ¿de verdad importa tanto la velocidad?”.
Los tres meses siguientes fueron más suaves: otros cinco kilos menos. En total, 20. Y aún así, está convencido de que la pérdida real de grasa fue mayor, unos 24 o 25, porque mientras adelgazaba ganó músculo. Hoy asegura que levanta más peso que cuando entrenaba en serio con poco más de 20 años.
El clic mental
Más allá de la báscula, Fred insiste en que la verdadera transformación ocurrió en la cabeza:
“Todas las dietas funcionan, lo que marca la diferencia está siempre en el plano mental”.
Parte del cambio fue enfrentarse a dependencias que arrastraba. La más evidente: el alcohol. “Bebía todos los días. Siempre con diminutivos: la cervecita, el vinito… como si decirlo en pequeño quitara el daño. Pero eran 1000 o 2000 calorías vacías al día, más que lo que mi cuerpo quema solo por estar vivo”.
También estaban el azúcar, los hidratos refinados, la comida grasienta. Y, sobre todo, la relación entre emociones y decisiones: la tristeza, la soledad o la euforia terminaban en comportamientos automáticos.
Una técnica que le ayudó fue lo que llama la pausa de dos minutos: detenerse justo antes de actuar por impulso y hablar en voz alta para identificar qué emoción estaba empujando a comer o beber. “Es como un microparón, una reflexión rápida. Parece tonto, pero funciona”, asegura.
Los pilares de su cambio

Fred no siguió ninguna fórmula mágica. Apostó por la constancia y un puñado de hábitos claros:
- Más proteína: aumentó su ingesta, incluyendo batidos de proteína isolate y Whey.
- Entrenamiento de fuerza: entre hora y media y dos horas, tres o cuatro días por semana. Pierna, máximos, gomas y peso corporal.
- Caminar después de comer: paseos de 20 a 40 minutos que describe como “mágicos”.
- Consciencia calórica: no pesa todo, pero calcula calorías con apps y se queda con el valor más alto para no autoengañarse.
- Ayuno intermitente: alarga la primera comida hasta la una o las dos de la tarde.
- Control de macros: proteínas al máximo, hidratos buenos (patata, arroz integral, fruta) según la actividad, cero azúcar y cero alcohol.
Y una costumbre que cambió su relación con la báscula: pesarse todos los días. “Antes lo odiaba. Ahora es una herramienta brutal: me recuerda mi misión y me da pistas de lo que hice bien o mal”.
¿Y el cardio?
Aunque sigue saliendo en bici cuatro o cinco veces por semana, admite que el aeróbico tiene truco:
“Si tuviera que sacrificar algo, sería el aeróbico. La bici no siempre afina, muchas veces abre más el apetito y terminas comiendo de más”.
Su regla es sencilla: la comida debe dar energía, no quitártela. “Si después de comer solo quieres tirarte en el sofá, algo no estás haciendo bien”.
Un nuevo capítulo
Hoy, con un peso estable en los 70 largos, Fred dice sentirse en uno de los mejores momentos de su vida. No habla solo de lo físico. Lo que más valora es la claridad mental y la fuerza emocional que ha ganado en el camino. Su meta ahora es seguir compartiendo lo aprendido: demostrar que las transformaciones más profundas no empiezan en el plato, sino en la cabeza.









