Hablar de terapia infantil todavía provoca silencios incómodos y miradas esquivas. Hay miedo, hay prejuicios. Y sin embargo, como recuerda la psicóloga clínica y asesora familiar Diana Arreola, romper con esas barreras es el primer paso para cuidar de verdad la salud mental de los hijos. “El miedo al juicio social o a la estigmatización de la terapia sigue siendo una de las razones más fuertes por las que muchas familias retrasan pedir ayuda”, señala, citando a la Asociación Americana de Psicología (APA). Por eso insiste: necesitamos cambiar la narrativa que rodea a la salud mental.
Con años de experiencia, Arreola ha detectado cinco ideas que rara vez se dicen en voz alta, pero que son fundamentales para entender qué implica realmente llevar a un hijo a terapia.
1. La resistencia al cambio

El arranque nunca es sencillo. Tanto niños como padres sienten resistencia. ¿Por qué? Porque cambiar siempre significa adentrarse en terreno desconocido, salir de una zona de confort que, aunque no sea tan cómoda, al menos resulta familiar. “Resistirme, desconfiar un poco al principio puede ser parte de mi experiencia inicial, pero eso no tiene que definir todo el tratamiento”, aclara la especialista. Asumir que esa resistencia es natural ayuda a dar el primer paso sin miedo.
2. No es fracaso, es responsabilida
Muchos padres sienten que pedir ayuda es casi admitir que han fallado. Y no: es exactamente lo contrario. Llevar a un hijo al psicólogo es un acto de amor y de responsabilidad. “La terapia va a potenciar tu rol como padre o madre porque, gracias a un buen tratamiento, vas a poder comunicarte mejor con tu hijo”, afirma Arreola. Más que una rendición, es una manera de fortalecerse y de sumar herramientas nuevas para comprender lo que pasa en el mundo interno de los hijos.
3. La constancia crea transformación

No existen soluciones rápidas ni cambios de un día para otro. La terapia requiere tiempo y repetición. El niño necesita un espacio propio, seguro, donde construir un vínculo con alguien ajeno a su entorno: su terapeuta. “La continuidad es lo que crea la transformación”, recuerda Arreola. De ahí la importancia de la constancia, incluso en los días en que parece que no pasa nada. La recomendación es clara: confiar en el proceso, sin presionar al niño con preguntas tras cada sesión.
4. La terapia también involucra a la familia
Otra idea muy extendida: que con llevar al hijo a terapia “ya está todo hecho”. Nada más lejos. El entorno familiar es clave. Los terapeutas trabajan observando los vínculos con padres, hermanos y amigos, y lo aprendido en consulta se pone a prueba en casa. “Ese espacio de conciencia en los padres es lo que da al hijo el margen necesario para ejecutar los cambios”, explica Arreola. Si los adultos no se mueven, el impacto del tratamiento se diluye.
5. No es solo para crisis graves
No hace falta esperar a que un niño “esté muy mal” para acudir a terapia. La psicóloga insiste en que puede ser un apoyo útil en situaciones cotidianas: una mudanza, un cambio de escuela, un divorcio. Es un espacio seguro donde el niño aprende recursos emocionales que le servirán mucho más allá de la infancia.
Más que prevención, un modelo de vida
Para Arreola, cuidar la salud mental de los hijos es tan básico como garantizar su alimentación o su desarrollo físico. Los niños no necesitan padres perfectos, sino padres presentes que sepan cuándo pedir ayuda. “Ir al psicólogo también es modelar que, ante la crisis, pedimos ayuda, y que recibirla está bien”, subraya.
El mensaje final es sencillo, pero profundo: pedir ayuda no resta, suma. Y en lo que respecta a los hijos, no se trata de ser perfectos, sino de estar ahí, de manera consciente y constante.