El escritor y sacerdote Pablo d’Ors, fundador de la comunidad de meditadores Amigos del desierto, se define con cierta humildad como un “buen discípulo de la meditación”. Lo dice sin grandilocuencia, casi como quien reconoce un hábito doméstico. Lleva más de veinte años practicando, dos horas cada día —una al amanecer y otra al caer la tarde—, y esa disciplina nació de un momento de derrumbe personal. “Todo lo exterior se desplomó”, recuerda, y entonces comprendió que la única salida era mirar hacia dentro, buscar un suelo más firme en lo invisible.
Hoy, con 62 años, confiesa que solo ahora empieza a sentir un alivio real respecto al peso del ego. Me contó una anécdota que resume bien este camino: cuando comenzó a meditar a los 40, preguntó a su maestro Zen cuánto tardaría en iluminarse. El maestro le respondió sin pestañear: “Uno como tú podría tardar unos veinte años”. La frase, entre severa y tierna, le enseñó que la maduración interior no responde a cronómetros, sino a un proceso lento, como un árbol que crece hacia dentro antes de asomar sus ramas.
El trabajo con las emociones y el ego

Para d’Ors, desprenderse del ego no es algo abstracto: significa soltar el apego a emociones, pensamientos o deseos, incluso a los afectos. “Tenemos cuerpo y mente, sí, pero lo que somos de verdad está más allá: ese yo profundo que rara vez dejamos hablar”. Señala las seis emociones básicas —miedo, tristeza, ira, alegría, sorpresa y asco— como un terreno fértil para la contemplación. Cuando irrumpe la ira, por ejemplo, propone algo tan simple y tan difícil como mirarla de frente. Al hacerlo con un toque de comprensión, casi con ternura, uno deja de ser esclavo de su propio enfado y comienza a gobernarlo.
Esa purificación abre la puerta a la gran pregunta que nos ronda a todos: ¿quién soy yo? La respuesta, afirma, no se encuentra en definiciones, sino en una experiencia: descubrir que ser nada y ser todo, vacío y plenitud, son, en el fondo, lo mismo.
El silencio como combate

Aunque solemos imaginar la meditación como un remanso de paz, Pablo advierte: “Meditar es un combate”. No siempre es plácido sentarse en silencio, porque en ese vacío emergen sombras, heridas y monstruos que uno preferiría evitar. Sin embargo, la propuesta no es huir, sino atravesar esas capas de defensa, reconocer la sombra y alcanzar ese núcleo de luz que, según él, habita en el corazón de cada ser humano.
Los tres “cánceres” del sufrimiento
D’Ors habla con contundencia de tres males que nos envenenan por dentro si no los afrontamos:
- La culpa, ese ancla al pasado. No podemos cambiar lo ocurrido, pero sí la historia que nos contamos de ello. Una herida puede ser vista como el precio necesario para crecer en virtud.
- El apego, la trampa del presente. Aferrarse a personas, cosas o ideas genera dependencia y dolor. En cambio, amar es dar libertad.
- El miedo, que proyectamos sobre el futuro. “El mundo te es propenso”, asegura, recordando su lema personal: “Nadie ni nada puede alterar mi paz interior”.
El tiempo y la ayuda al otro
En su vida cotidiana insiste en no vivir el tiempo como una naranja que deba exprimirse, sino como un regalo que se entrega. Esa filosofía impregna también su forma de acompañar a otros. Inspirado en Carl Rogers, practica una escucha sin juicios, devolviendo las palabras del otro como un eco que ayuda a descubrirse. Y añade que lo que le permite estar realmente presente no es una técnica, sino su propia práctica meditativa, que lo centra en lo esencial y le impide distraerse con lo accesorio.
Una parábola para comprenderse
A menudo recurre a la parábola budista del arquero herido. El arquero muere porque, en vez de atender la herida, se pierde en preguntas interminables. “El arquero soy yo”, dice d’Ors, subrayando la responsabilidad personal. Y añade algo desconcertante pero liberador: “No hay flecha ni herida”. Todo lo negativo pasa, como nubes que cruzan un cielo que permanece. Mirar la herida con amor basta para redimirla.
Al fin y al cabo, resume, el propósito de la vida es sencillo y radical: autoconocerse para transformarse, y transformarse para realizarse.
“Mirar hacia dentro no es una fuga”, insiste, “es el punto de partida para transformar el mundo”.