La salud de las personas no depende solo de su genética o del lugar en el que nacen. Factores invisibles y cotidianos, como lo que consumimos o respiramos, influyen mucho más de lo que imaginamos. La investigadora Anna Gilmore advierte que cuatro productos concentran una parte alarmante de la mortalidad mundial.
En su trabajo se dan muestras de cómo las grandes corporaciones moldean la vida de millones de personas y cómo, a menudo, su poder se ejerce en silencio, a espaldas de la ciudadanía. Entre intereses económicos, estrategias de comunicación y prácticas opacas, se configuran realidades que afectan de lleno a nuestra salud y al futuro del planeta.
Un mapa de la salud marcado por cuatro productos

Anna Gilmore, profesora de Salud Pública en la Universidad de Bath y directora del Centro para la Salud Pública del siglo XXI, lleva más de dos décadas investigando el impacto de las corporaciones en la vida cotidiana. Según sus estudios, tabaco, alcohol, alimentos ultraprocesados y combustibles fósiles no son simples bienes de consumo: son los principales productos responsables de un tercio, e incluso hasta dos tercios, de las muertes en el mundo.
El dato estremece por su crudeza. Detrás de esos porcentajes se encuentran enfermedades respiratorias crónicas, cánceres vinculados al tabaquismo, problemas cardiovasculares, obesidad y complicaciones derivadas de la contaminación ambiental. Todo esto conforma un entramado de consecuencias que exceden el ámbito individual y se proyectan sobre sistemas de salud saturados, economías debilitadas y sociedades cada vez más vulnerables.
Gilmore explica que lo más preocupante no es únicamente el daño directo de estos productos, sino las tácticas de las compañías que los fabrican. Estrategias que van desde ocultar evidencia científica hasta moldear la opinión pública para culpar al consumidor, desviando así la atención de su propia responsabilidad.
Cómo las corporaciones moldean nuestras creencias

El relato que escuchamos cada día, a través de campañas publicitarias o mensajes sutiles, no surge de manera espontánea. Forma parte de una narrativa diseñada por corporaciones que buscan proteger sus beneficios. Gilmore señala que, al igual que ocurrió con la industria tabacalera en el pasado, hoy otras compañías repiten el mismo patrón: manipulan datos, minimizan riesgos y generan una falsa sensación de elección individual.
Ejemplos abundan. British Petroleum popularizó el término “huella de carbono” para trasladar la culpa del cambio climático al ciudadano común. En el terreno alimentario, gigantes de la comida procesada han invertido fortunas en hacer sus productos más adictivos y en convencernos de que la obesidad es únicamente consecuencia de no hacer suficiente ejercicio.
El objetivo es claro: instalar en el imaginario colectivo la idea de que somos los únicos responsables de nuestra salud. En realidad, las decisiones individuales se ven condicionadas por un entorno saturado de productos nocivos, precios accesibles y estrategias de mercadotecnia que apelan a la emoción más que a la razón.
Lobby, poder y un sistema económico que favorece a unos pocos

Las prácticas de influencia de estas corporaciones no se limitan a la publicidad y a la salud. También operan en los despachos políticos, donde despliegan un arsenal de tácticas que van desde el cabildeo directo hasta la creación de grupos de fachada.
Gilmore expone cómo las tabacaleras, tras perder credibilidad, crearon organizaciones aparentemente independientes que presionan a los gobiernos en su nombre. El mismo modelo se replica en la industria alimentaria y en las compañías de bebidas alcohólicas. Con abundantes recursos financieros, financian ciencia a medida, patrocinan instituciones y generan la ilusión de un consenso que, en realidad, responde a intereses privados.
La investigadora es tajante: este entramado se sostiene porque el actual modelo económico lo permite. Las corporaciones obtienen beneficios extraordinarios gracias a sus productos, mientras que los costos del daño social y ambiental recaen sobre los ciudadanos y los gobiernos. El sistema, en palabras de Gilmore, es “patológico”: premia las prácticas que perjudican la salud pública y debilita cualquier intento de regulación.
El tabaco como ejemplo de una amenaza persistente a la salud

El caso del tabaco sigue siendo un laboratorio perfecto para comprender la magnitud del problema. Sabemos desde hace décadas que fumar es mortal, pero aún hoy el 20% de la población española consume cigarrillos a diario. ¿Cómo se explica esta contradicción?
Gilmore apunta a la adicción como factor central, pero también al papel activo de la industria. Las tabacaleras han manipulado la composición de sus productos para aumentar la dependencia y han lanzado nuevos formatos —como los cigarrillos electrónicos o el tabaco calentado— que buscan mantener a los consumidores dentro del circuito. Todo ello acompañado de campañas de marketing que presentan estas alternativas como opciones menos dañinas, cuando en realidad la evidencia científica todavía es limitada.
La investigadora defiende medidas probadas: aumentar los impuestos, limitar la publicidad, aplicar empaquetados genéricos y reforzar campañas de prevención. Sin embargo, reconoce que los gobiernos a menudo dudan en implementarlas por temor a enfrentarse a corporaciones que no solo venden un producto, sino que también controlan narrativas e influencias políticas.
¿Hay esperanza para un cambio real?

A pesar del panorama sombrío, Gilmore conserva un hilo de optimismo. Cree que la creciente conciencia social sobre el impacto de estos productos y el debate internacional en torno a la sostenibilidad pueden abrir una ventana de oportunidad. El cambio, sin embargo, no será sencillo: exige replantear las bases del sistema económico y reconocer que las corporaciones no deben tener un lugar en la mesa donde se diseñan políticas públicas.
La investigadora insiste en que la solución pasa por la regulación firme y la exclusión de estas empresas en procesos legislativos que afecten a la salud. No se trata de esperar que actúen de manera voluntaria, porque su lógica de funcionamiento responde a los beneficios, no al bienestar colectivo.
Además, destaca que la ciudadanía puede desempeñar un papel clave, no solo a través de sus elecciones de consumo, sino exigiendo a sus representantes políticos medidas más estrictas. Cada vez más voces, desde movimientos sociales hasta organismos internacionales, alertan de que el costo humano y ambiental de estos productos es insostenible.