El 9 de mayo de 1985 entró en vigor el Decreto-Ley que sentenció a muerte la llamada «renta antigua». Fue el principio del fin de un modelo de vivienda con un mínimo atisbo de justicia social y el inicio de una desregulación progresiva que, cuatro décadas después, nos ha dejado un mercado inmobiliario salvaje, un parque público raquítico y una generación condenada a la precariedad habitacional.
Apenas dos meses después de aquella decisión, dimitía el ministro de Economía y Hacienda, Miguel Boyer. Pero el daño ya estaba hecho. Y aunque sería injusto atribuirle toda la responsabilidad, su medida fue el símbolo inaugural de una larga apatía socialista en materia de vivienda.
El PSOE, que ha gobernado la mayor parte del periodo democrático, ha preferido históricamente dejar el asunto en manos del mercado. La socialdemocracia felipista abrazó la liberalización como vía para la modernización, y la vivienda fue una de las primeras víctimas de ese nuevo credo.
Lejos de impulsar un sistema de acceso justo y regulado, apostaron por la propiedad privada como única salida, incentivando la compra con beneficios fiscales y dejando la promoción pública a niveles testimoniales.

Durante años, el PSOE ha sostenido una política habitacional de mínimos, tímida, técnica, sin músculo ideológico ni voluntad de transformación. En los años del boom inmobiliario, los gobiernos de Zapatero no se atrevieron a pinchar la burbuja ni a cambiar el modelo productivo centrado en el ladrillo. Y cuando llegó la crisis, la respuesta fue tan austera como la de la derecha: más desahucios que viviendas públicas, más rescates bancarios que rescates ciudadanos.
El resultado es el que todos conocemos: millones de casas vacías, un alquiler por las nubes y una generación completa, la de los nacidos después del 85, precisamente, expulsada del derecho básico a un techo digno.
Es cierto que el gobierno actual ha dado pasos que merecen reconocimiento. La Ley de Vivienda aprobada el año pasado contiene medidas importantes: control de precios en zonas tensionadas (que es una herramienta que no quiere aplicar el PP), regulación de grandes tenedores, y protección frente a desahucios sin alternativa habitacional.
Son avances loables, y más aún si se consideran las resistencias, internas y externas, que tuvo que enfrentar la coalición para sacarla adelante. Pero también es cierto que llega tarde. Muy tarde.
PROBLEMAS ESTRUCTURALES
En la España de 2025, los problemas habitacionales son estructurales. La oferta de vivienda nueva está muy por debajo de las necesidades reales: según el Banco de España, se construye cada año menos de una cuarta parte de lo que sería necesario para responder a la demanda. El parque público de vivienda en alquiler no alcanza ni el 3% del total, cuando la media europea ronda el 9% y países como Países Bajos o Austria superan el 20%.
Los pisos turísticos campan a sus anchas, sobre todo en las grandes ciudades y destinos costeros, convertidos en negocio fácil para fondos y particulares. Y las viviendas vacías siguen siendo una bolsa especulativa sin castigo fiscal serio.
A este panorama se suma un factor nuevo y explosivo: el cambio demográfico. La llegada masiva de inmigración, que es, en buena medida, resultado de un mercado laboral que necesita mano de obra, está tensionando aún más el acceso a la vivienda en barrios obreros. Al mismo tiempo, en ciudades como Madrid se está produciendo una afluencia creciente de millonarios extranjeros que ven en la capital española un paraíso para vivir y una oportunidad inmobiliaria inmejorable.
En ese contexto, pensar como dice el PP que el mercado va a autorregularse o que bastan unas pocas medidas de contención es, como mínimo, ingenuo. La ministra de Vivienda, Isabel Rodríguez, se enfrenta a un panorama donde cualquier solución real requiere tiempo. Y ella lo sabe.
La vivienda no se improvisa. Un plan serio implica planificación urbanística, financiación sostenida, coordinación interadministrativa, gestión pública rigurosa y voluntad política que perdure más allá del ciclo electoral. Y es que las semillas que se planten hoy no darán frutos antes de una década.