viernes, 8 agosto 2025

La isla española donde es ilegal nacer y morir por un antiguo decreto militar

Existe una isla española donde la vida y la muerte se rigen por unas normas no escritas, dictadas por la geografía y la historia. En este rincón del Atlántico, los dos momentos más trascendentales de la existencia humana están, en la práctica, vetados por la logística y un pasado que aún hoy condiciona el presente de sus habitantes. Es un lugar de belleza abrumadora, con calles de arena y un silencio que solo rompe el mar, pero donde nadie puede ver la primera luz ni dar el último suspiro de forma oficial. ¿Te imaginas vivir en un paraíso con estas condiciones?

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Lejos de ser un islote deshabitado o una simple anécdota geográfica, hablamos de un lugar vibrante con una comunidad arraigada y orgullosa. Este territorio insular, reconocido como la octava maravilla habitada de Canarias, plantea una paradoja que desafía nuestra concepción de lo que significa pertenecer a un lugar, demostrando que el arraigo es mucho más fuerte que cualquier sello en un certificado de nacimiento o defunción. La historia detrás de esta singularidad es tan fascinante como el propio paisaje, un relato de dependencia, aislamiento autoimpuesto y un espíritu indomable que merece ser contado.

¿UN PARAÍSO SIN LEY O UNA LEY SIN PARAÍSO?

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Para entender esta peculiaridad hay que poner rumbo al archipiélago Chinijo, al norte de Lanzarote. Allí emerge La Graciosa, una tierra de volcanes ocres y playas de ensueño que parece detenida en el tiempo. Aquí no hay asfalto, el ritmo lo marcan las mareas y los únicos vehículos a motor son los todoterrenos autorizados que transportan a locales y visitantes. Sin embargo, esta aparente anarquía esconde una estricta regulación como espacio natural protegido, un factor clave que ha preservado su esencia pero también ha limitado su desarrollo infraestructural de una forma drástica e inesperada.

La vida en esta isla fluye a un ritmo distinto, uno que obliga a sus cerca de setecientos habitantes a una simbiosis constante con su vecina mayor, Lanzarote. Esta dependencia no es solo comercial o administrativa, sino existencial. Formar parte del Parque Natural del Archipiélago Chinijo y de la Reserva Marina más grande de Europa ha blindado a La Graciosa contra la especulación urbanística y el turismo de masas, pero al mismo tiempo ha sido el argumento principal para mantenerla sin servicios tan básicos como un hospital con paritorio o un cementerio propio.

EL ÚLTIMO VIAJE: CUANDO MORIR SIGNIFICA EMBARCAR

La idea de que morir en La Graciosa es «ilegal» nace de una realidad aplastante: la ausencia total de un camposanto. Cuando un graciosero fallece, su despedida final no puede tener lugar en el pedazo de tierra que lo vio crecer y vivir. La ley de Costas y la protección medioambiental del parque natural hacen inviable la construcción de un cementerio, por lo que el cuerpo del difunto debe ser trasladado en barco hasta Lanzarote para recibir sepultura en el municipio de Haría, en un ritual que añade una capa de dolor y desarraigo al duelo de las familias.

Este último viaje a través del brazo de mar conocido como El Río es una ceremonia cargada de simbolismo y tristeza. El adiós definitivo en la isla es, por tanto, una despedida doble: la de la persona y la del lugar que fue su hogar. Familiares y amigos acompañan el féretro en el ferri, convirtiendo una travesía turística habitual en una solemne procesión marítima que evidencia la singularidad de este enclave. Esta circunstancia, lejos de ser un mero trámite, ha forjado un carácter comunitario resiliente y profundamente consciente de su conexión con el mar, incluso en el momento final.

LA CUNA SIEMPRE ESTÁ EN LA OTRA ORILLA

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De forma paralela y por razones similares, en La Graciosa tampoco se puede nacer. No existe un hospital ni una maternidad equipada para atender partos, lo que convierte el milagro de la vida en una cuestión de planificación y traslado. Las mujeres embarazadas, al acercarse a la fecha prevista del alumbramiento, se ven obligadas a mudarse temporalmente a Lanzarote para garantizar una atención médica adecuada, viviendo las últimas semanas de gestación lejos de su hogar y de su comunidad en este paraíso atlántico.

Esta situación genera una curiosa realidad administrativa: aunque su corazón y su vida sean cien por cien gracioseros, en el documento nacional de identidad de ningún habitante de la isla figura La Graciosa como lugar de nacimiento. Todos, sin excepción, son oficialmente lanzaroteños. Sin embargo, ser de la isla es un sentimiento que trasciende el lugar de nacimiento, una identidad forjada en las calles de arena de Caleta de Sebo y en la certeza de pertenecer a una tierra volcánica única. Pregúntale a cualquiera de ellos y te dirá con orgullo: «Yo soy de La Graciosa», una afirmación que pesa más que cualquier registro civil.

DE FORTÍN MILITAR A LA OCTAVA MARAVILLA CANARIA

El origen de esta anómala situación se hunde en las brumas del siglo XX, cuando la isla tenía una consideración estratégica y estaba bajo una suerte de jurisdicción militar. Este estatus, sumado a su aislamiento y escasa población, hizo que nunca se considerase prioritario dotarla de infraestructuras civiles complejas. Fue concebida más como un puesto de vigilancia o un refugio de pescadores que como un núcleo poblacional con necesidades de desarrollo a largo plazo, sentando las bases de las ausencias que hoy la definen.

Con el paso de las décadas, el enfoque militar dio paso al ecologista. La declaración como Parque Natural en 1986 blindó su paisaje pero, a su vez, petrificó esa falta de servicios. El reconocimiento como la octava isla habitada de Canarias en 2018 fue una victoria moral y política para sus habitantes, que lucharon por dejar de ser considerados un mero barrio o un islote dependiente de Teguise. Sin embargo, este nuevo estatus no ha modificado la realidad práctica de los nacimientos y defunciones, que sigue dependiendo íntegramente de la logística con Lanzarote.

EL CORAZÓN GRACIOSERO: MÁS ALLÁ DE DECRETOS Y AUSENCIAS

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Vivir en La Graciosa es, en esencia, una elección consciente. Es aceptar un pacto tácito con la naturaleza y la historia, un trueque en el que se cambian las comodidades de la vida moderna por una paz y una autenticidad que ya no existen en casi ningún otro lugar del mundo. La dependencia de Lanzarote es el peaje a pagar por vivir en una isla casi virgen, una realidad que lejos de generar frustración ha fortalecido los lazos de la comunidad, creando una red de apoyo mutuo que funciona con la precisión de las mareas.

Al final, la prohibición de nacer y morir en este terruño no es más que la anécdota que encapsula una verdad mucho más profunda. Los gracioseros han aprendido a vivir en los márgenes, a convertir la carencia en seña de identidad y el aislamiento en un privilegio. Estas circunstancias, que podrían parecer insalvables para cualquiera, han hecho de esta pequeña isla un gigante en carácter, resiliencia y amor por su tierra, demostrando que el verdadero lugar al que se pertenece no lo determina un papel, sino el latido del corazón.


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