La crisis del acceso a la vivienda en España está provocando una transformación estructural que está rompiendo el llamado ‘ascensor social’ y generando una nueva forma de estratificación social que recuerda, en su esencia, a las jerarquías fijas del medievo.
En este nuevo orden, no tener una propiedad se convierte en una condena, mientras que poseer vivienda se traduce en una renta perpetua y en un pasaporte hacia la estabilidad y el poder.
MERCADO ROTO
El problema empieza con una desconexión entre los ingresos y el coste de la vivienda. En las últimas dos décadas, el precio de la vivienda, tanto en propiedad como en alquiler, ha crecido muy por encima de los salarios medios.
Según datos del Banco de España y del INE, el esfuerzo salarial necesario para adquirir una vivienda supera ya los 7 años de salario íntegro, y en algunas ciudades como Madrid, Barcelona o Palma de Mallorca, llega a cifras completamente inasumibles para jóvenes, trabajadores precarios o familias monomarentales.
El alquiler, tradicionalmente una opción más flexible, tampoco ofrece refugio: los precios han subido más de un 50% en la última década, y en muchas zonas turísticas o tensionadas, esta subida ha sido aún más pronunciada, impulsada por la turistificación, la especulación y la falta de vivienda social.
El resultado: miles de personas gastan más del 40% de sus ingresos mensuales solo en techo, lo cual dificulta ahorrar, emprender, estudiar o simplemente vivir con dignidad.
EL FINAL DEL ASCENSOR SOCIAL
Durante gran parte del siglo XX, en el Estado español, tal y como ocurrió en otros países occidentales, se apoyó en la narrativa del progreso. Se decía que con esfuerzo, formación y trabajo se podía ascender socialmente.

El acceso a la propiedad, financiado a menudo con hipotecas a largo plazo, era un paso natural en ese trayecto. Sin embargo, esa lógica ha sido destrozada por la crisis financiera de 2008, la posterior burbuja del alquiler y la actual mercantilización absoluta del suelo y la vivienda.
Hoy, tener una vivienda en propiedad no es la consecuencia del ascenso social: es su condición previa. El que cuenta con una vivienda, heredada, comprada en su momento o adquirida con ayuda familiar, puedes dedicar tus ingresos a formarte, viajar, invertir o simplemente vivir sin asfixia.
Si no la tienes, tus ingresos se disuelven cada mes en alquileres imposibles, y tu capacidad de ahorro y proyección futura se esfuma. El acceso a la propiedad vuelve a depender de la herencia, como en los viejos tiempos de los señoríos.
LAS DOS ESPAÑAS
La consecuencia más grave de esta situación es la división estructural del país en dos clases: propietarios y no propietarios. Esta brecha, que se parece más a un abismo, no solo determina la calidad de vida presente, sino también las posibilidades futuras.
Los propietarios tienen activos que se revalorizan, pueden alquilar o vender, acceder a crédito y, sobre todo, legar ese capital a sus descendientes. Los no propietarios, en cambio, viven al día, sin capacidad de inversión, ahorro o estabilidad. Esta situación tiene efectos directos sobre la natalidad, la salud mental, la movilidad laboral y la cohesión social.
Muchos jóvenes posponen indefinidamente tener hijos, no por falta de deseo, sino por la imposibilidad material de criar en condiciones dignas. Otros se ven obligados a vivir en habitaciones compartidas hasta bien entrada los cuarenta, mientras ven cómo el mercado inmobiliario se les escapa para siempre.
FEUDALISMO URBANO
Este modelo nos aproxima peligrosamente a una forma de feudalismo urbano. En el medievo, los campesinos vivían en tierras ajenas, pagando rentas a señores que no trabajaban pero acumulaban poder por el simple hecho de poseer. Hoy, muchos inquilinos viven en viviendas de fondos de inversión o rentistas que no producen, pero extraen rentas de una necesidad básica.
El poder de los propietarios crece en la medida en que escasea la oferta de vivienda asequible, y el sistema fiscal apenas lo corrige. La vivienda ha pasado de ser un derecho constitucional (artículo 47 de la Constitución Española) a un activo financiero que se acumula, se rentabiliza y se transmite como privilegio hereditario.
La política pública ha sido, en el mejor de los casos, tímida, y en el peor, cómplice: apenas hay parque público de vivienda y las regulaciones sobre el alquiler, por el miedo del PSOE a romper el consenso liberal, han sido débiles.