Hay un pueblo en Soria que juega al escondite con el tiempo y el agua, un lugar que emerge de las profundidades como una aparición mitológica cada vez que el verano aprieta. No es la Atlántida, pero casi. Se trata de La Muedra, o lo que queda de él, un núcleo tragado por el progreso en los años cuarenta. Cuando el estío consume las reservas del embalse, sus calles de silencio y sus casas desnudas vuelven a ver la luz del sol, ofreciendo un espectáculo sobrecogedor. Pero su tiempo es limitado, el embalse de la Cuerda del Pozo lo devora cada invierno sin piedad, y el ciclo está a punto de repetirse. ¿Te atreves a caminar por una aldea fantasma antes de que vuelva a su tumba líquida?
La sensación al poner un pie en este enclave soriano es indescriptible, una mezcla de melancolía, respeto y una curiosidad casi infantil. Es como viajar en el tiempo a una España que ya no existe, pero cuyas cicatrices son perfectamente visibles. Ahora, con el otoño a la vuelta de la esquina, la cuenta atrás ha comenzado. Cada día que pasa, cada nube que descarga en la cabecera del Duero, es una amenaza que acerca su fin temporal. Por eso, visitar sus ruinas es una carrera contra el tiempo y las lluvias de otoño, una oportunidad única de tocar con los dedos la memoria de piedra antes de que el agua reclame de nuevo su dominio, borrando el rastro de vida hasta el próximo año. Es ahora o, quizás, ya sea demasiado tarde.
EL SECRETO QUE EL AGUA ESCONDE CADA AÑO
Imagínalo. Un paisaje de aguas azules y pinares frondosos, el corazón verde de Soria. Y en medio de esa postal idílica, emergiendo de la orilla como el esqueleto de un leviatán, los restos de una vida pasada. Eso es lo que ofrece la visión de La Muedra durante los meses de sequía. No es solo un conjunto de ruinas; es el testimonio mudo de una comunidad sacrificada en el altar del progreso. El silencio aquí es diferente, está cargado de historias no contadas, de risas infantiles y de despedidas forzosas. De repente, la torre de su iglesia se yergue como un faro de la memoria, desafiando al agua y al olvido como el último vestigio orgulloso de la historia de un pueblo entero, negándose a desaparecer por completo del mapa y del recuerdo.
El aire que se respira entre estos muros a medio derruir tiene una densidad especial. Es el eco del pasado, el murmullo del viento colándose por ventanas que ya no tienen cristales, por puertas que ya no guardan secretos. Es una experiencia que te conecta directamente con la fragilidad de nuestra existencia y la fuerza arrolladora de la naturaleza, aunque aquí fuera moldeada por la mano del hombre. Hay que venir sin prisa, dejarse llevar por la intuición y tratar de reconstruir mentalmente el día a día de sus antiguos habitantes, porque lo que vemos no son solo piedras, sino los cimientos de vidas interrumpidas. Este rincón de Pinares es mucho más que una curiosidad turística; es una lección de historia a cielo abierto.
LA MEMORIA SUMERGIDA: ¿POR QUÉ DESAPARECIÓ ESTE PUEBLO?
La historia de La Muedra es la crónica de una muerte anunciada, una de tantas en la España del siglo XX. Todo cambió en la década de los años treinta, con el proyecto de construcción de un gran embalse que regularía el caudal del Duero y abastecería de agua y electricidad a varias provincias. Un plan necesario para el desarrollo del país, pero con un coste humano inmenso para los vecinos de este pequeño pueblo soriano y de otras aldeas cercanas. El progreso exigía un sacrificio, y La Muedra fue la ofrenda. Aunque la decisión se tomó antes de la Guerra Civil, la construcción del pantano de la Cuerda del Pozo en 1941 selló su destino para siempre, condenando a sus gentes a un éxodo doloroso y a sus casas a una vida bajo el agua.
El drama humano que se esconde tras las frías cifras de la expropiación es sobrecogedor. Imagina tener que hacer las maletas, no para buscar un futuro mejor, sino porque tu hogar, tus raíces y los campos que trabajaron tus abuelos van a ser inundados. Los vecinos de La Muedra tuvieron que empezar de cero, muchos de ellos reubicados en otros municipios de la provincia o forzados a emigrar más lejos. Se llevaron sus enseres, sus animales y sus santos, pero dejaron atrás el alma del lugar. Por eso, sus habitantes fueron expropiados y obligados a abandonar sus hogares y sus tierras, un desarraigo que marcó a varias generaciones y que hoy resuena en cada piedra que emerge del pantano, un eco de la diáspora forzosa lejos del pueblo que los vio nacer.
PASEANDO ENTRE FANTASMAS: LO QUE QUEDA DE LA MUEDRA
Lo que emerge del embalse no es un amasijo informe de rocas, sino el esqueleto perfectamente reconocible de un pueblo entero. Al caminar por el lecho seco del pantano, uno puede distinguir con claridad el trazado de la calle Real, la plaza donde seguramente se celebraban las fiestas y los cimientos de las casas, con las divisiones de las estancias todavía visibles. Es una experiencia casi arqueológica. El edificio más imponente, y el único que se mantiene parcialmente en pie, es la iglesia de Santo Tomás, con su torre cuadrada y su campanario mudo. Un símbolo que se ha convertido en el icono de este lugar, porque caminar por aquí es trazar un mapa imaginario de lo que fue una comunidad viva, un ejercicio de imaginación que te transporta a otra época.
Más allá de la iglesia, se pueden encontrar otros detalles fascinantes que nos hablan de la vida cotidiana de la villa anegada. Los restos del puente que cruzaba el incipiente río Duero, los muros de lo que fue la escuela o las lindes de las antiguas huertas. Es un paisaje que pertenece de lleno al imaginario de la España Vaciada, un término que aquí cobra una dimensión literal y trágica. Y una pregunta habitual: ¿qué pasó con el cementerio? Por fortuna, el cementerio fue trasladado antes de la inundación, un gesto de respeto por los antepasados que evitó que sus tumbas quedaran bajo las aguas. Aun así, la sensación de estar pisando un suelo sagrado, cargado de memoria, acompaña al visitante en cada paso entre los fantasmas de este pueblo.
LA CUENTA ATRÁS HA COMENZADO: CÓMO Y CUÁNDO VERLO
Si la historia de este pueblo efímero te ha atrapado, no hay tiempo que perder. La ventana para visitarlo es cada vez más estrecha y depende directamente del régimen de lluvias y del nivel del embalse, que ya ha comenzado a subir lentamente. Normalmente, los restos son visibles durante el verano, pero el momento de máxima exposición, cuando se puede caminar por casi toda su extensión, suele darse a finales de la estación seca. Por eso, el momento ideal para la visita es entre agosto y principios de octubre, justo antes de que las precipitaciones otoñales comiencen a llenar de nuevo el pantano y el espectro de La Muedra inicie su lenta inmersión hasta el año siguiente. Es el ahora o nunca de los destinos con fecha de caducidad.
Llegar es sencillo. El pueblo sumergido se encuentra a orillas del embalse de la Cuerda del Pozo, muy cerca de Vinuesa, uno de los pueblos más bonitos de España, y de la famosa Playa Pita, el oasis veraniego de los sorianos. Hay varios puntos desde donde se puede aparcar el coche y acercarse a la orilla. No hay rutas señalizadas para explorar las ruinas; es pura aventura. Imprescindible llevar calzado cómodo y resistente, ya que el terreno es irregular y fangoso. Pero el esfuerzo merece la pena, porque el acceso es libre y se puede llegar caminando desde la orilla cuando el agua lo permite, ofreciendo una experiencia de descubrimiento personal en uno de los parajes más singulares y emotivos de la geografía española.
EL ECO DE LAS PIEDRAS QUE SE NIEGAN A MORIR
La historia de este pueblo no es única en España; la construcción de embalses durante el siglo XX anegó más de quinientos núcleos rurales en todo el país. Lugares como Mediano en Huesca o Portomarín en Lugo, cuyo viejo barrio yace bajo el Miño, comparten un destino similar. Sin embargo, La Muedra tiene un aura especial, quizás por la belleza sobrecogedora del entorno de pinares o por la nitidez con la que sus restos emergen cada año. Se ha convertido en un emblema de esa España interior que tuvo que ceder ante las necesidades de un país en plena modernización. Por eso, La Muedra es un poderoso recordatorio del precio del progreso y del sacrificio de las comunidades rurales, un monumento involuntario a la memoria y la resiliencia.
Y así, mientras las primeras lluvias de otoño comienzan a caer sobre los Picos de Urbión, el destino de La Muedra vuelve a su cauce natural. El agua, que un día le dio la vida al regar sus huertas, es la misma que ahora le da una muerte cíclica. Poco a poco, el nivel del embalse subirá, y la torre de la iglesia será lo último en desaparecer, como un náufrago que se despide con la mano en alto. No es un final, sino una pausa. Es la promesa de que este pueblo, a su manera, sigue vivo. Y es que cada gota que sube es un velo que cubre los recuerdos hasta el próximo verano, guardando en su seno de agua fría el alma de un pueblo que se niega a ser olvidado.