En los pasillos de La Promesa la intensidad de cada susurro supera la proximidad de un grito. El miércoles, la serie ha vuelto a dejar a sus clientes con una entrega con “alarma”, decisiones fortuitas y un misterio que cuenta con la promesa de generar una escisión entre los personajes y por extensión los propios espectadores. La habitación de Cruz ha aparecido destrozada como una representación dolorosamente literal del desmoronamiento afectivo y moral que sufren los ánimos de los residentes del palacio. La citada acción vandálica no es sino el detonador de una jornada intensa en el transcurrir de la cual se van abriendo viejas heridas, se tambalean los pactos y las decisiones asumidas parecen dictadas con más razón desde el corazón que con cabeza.
3EL FUTURO INCIERTO DE «LA PROMESA»

En un rincón del palacio, María Fernández se siente en la angustia de la espera. Samuel sigue desaparecido, y ni ella ni Petra han conseguido detectar el rastro de su paradero. Catalina ha intentado ayudar, pero su intervención ha sido estéril. La angustia tiene un peso muy grande: María empieza a sentir que empieza a escampar la esperanza en ella.
Para ella, él es la última posibilidad real de hallar respuestas. El que una criada confíe más en un miembro de la alta burguesía que no en sus compañeros de trabajo habla mucho sobre la red de relaciones y el poder que hay en La Promesa. Buscar a Samuel no era simplemente encontrar a Samuel, sino detectar algo de orden en medio de esta anarquía.
Mientras tanto, Cristóbal recorre a paso decidido y firme su programación para convertir La Promesa. Sus determinaciones, cada vez más aborrecidas por el personal, lo van proyectando como un personaje temido para la gente y solo. Pero él no parece desalentarse. Su mirada se encuentra enfocada en un horizonte que solo él puede observar y cualquier resistencia es solamente ruido de fondo. El poder, cuando no escucha, se convierte en dictadura.
Esta contraposición de la sublevación mansa de algunos y la tiranía de otros y de un ritmo de la serie. La Promesa no es sólo una historia de época, sino que es un retrato muy amargo de cómo se construye — y se destruye — la estructura de poder, de cómo el silencio puede ser resistencia.