martes, 29 julio 2025

La ‘Guerra del Cerdo’: el día que EEUU y Reino Unido casi entran en guerra por un cerdo muerto en una isla

La historia recuerda la Guerra del Cerdo como uno de los conflictos más extraños y absurdos que jamás hayan enfrentado a dos superpotencias mundiales. En el verano de 1859, el todopoderoso Imperio Británico y unos Estados Unidos en plena expansión estuvieron a un solo disparo de iniciar una contienda bélica a gran escala. La causa, vista con la perspectiva que da el tiempo, roza lo cómico: un cerdo de propiedad británica muerto a tiros por un colono estadounidense tras ser descubierto comiendo sus patatas. Sin embargo, detrás de esta anécdota rural se escondía un polvorín de tensiones territoriales, una disputa por la soberanía de un archipiélago estratégico que solo necesitaba una pequeña chispa para estallar.

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Aquel animal de granja, un ejemplar de la raza Large Black, se convirtió sin saberlo en el catalizador de una crisis diplomática y militar que movilizó flotas de guerra y regimientos de infantería. Lo que comenzó como una simple disputa vecinal en una isla remota del Pacífico Norte escaló de forma vertiginosa hasta los despachos de la Casa Blanca y el Palacio de Buckingham. La historia de cómo un porcino y un huerto de patatas pusieron al mundo al borde del abismo, es un fascinante recordatorio de cómo el orgullo nacional y la ambigüedad de los tratados pueden convertir el incidente más trivial en una amenaza para la paz mundial.

UN PARAÍSO DISPUTADO: EL CALDO DE CULTIVO DEL CONFLICTO

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Las Islas de San Juan, un idílico archipiélago situado entre el continente americano y la isla de Vancouver, eran el escenario de esta tensión latente. Su belleza natural ocultaba una importancia estratégica de primer orden como punto de control de las rutas marítimas de la región. El Tratado de Oregón de 1846, que pretendía zanjar las disputas fronterizas entre Estados Unidos y la Norteamérica británica, fue el origen del problema. El texto establecía la frontera en el paralelo 49, pero la dibujaba a través de un canal que tenía dos estrechos principales, y el tratado no especificaba por cuál de los dos debía pasar la línea divisoria, dejando a las islas en un limbo legal reclamado por ambas naciones.

En este territorio de soberanía incierta convivían dos comunidades con intereses contrapuestos. Por un lado, la británica Compañía de la Bahía de Hudson había establecido una gran granja de ovejas y cerdos, representando los intereses del Imperio. Por otro, un número creciente de colonos estadounidenses comenzaba a llegar en busca de tierras fértiles, trayendo consigo el espíritu expansionista de su joven nación. Esta coexistencia forzada era frágil, una bomba de relojería diplomática donde cualquier roce entre ambos grupos podía ser interpretado como una agresión nacional, preparando el terreno para la inevitable confrontación que sería la Guerra del Cerdo.

EL DISPARO QUE RESONÓ EN DOS IMPERIOS: CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA

La mañana del 15 de junio de 1859, Lyman Cutlar, un granjero estadounidense, descubrió a un cerdo hozando y devorando las patatas de su huerto. No era la primera vez que ocurría. Hastiado de la situación, Cutlar cogió su rifle y abatió al animal. El cerdo pertenecía a Charles Griffin, un empleado de la Compañía de la Bahía de Hudson, quien, al descubrir lo sucedido, se enfrentó airadamente al estadounidense. Este suceso, aparentemente menor, fue el detonante que encendió la mecha de una crisis que llevaba años gestándose en silencio. El disparo no solo mató a un cerdo, sino que hirió de muerte la precaria paz que reinaba en la isla.

La reacción inicial de Cutlar fue ofrecer una compensación de diez dólares por el animal, una cifra razonable. Sin embargo, Griffin, sintiéndose respaldado por la autoridad británica, exigió la desorbitada suma de cien dólares. Ante la negativa de Cutlar, las autoridades británicas amenazaron con arrestarlo y juzgarlo, lo que fue percibido por los colonos estadounidenses como un ataque directo a su soberanía. Fue en ese momento cuando el incidente dejó de ser un asunto privado, convirtiéndose en una cuestión de honor y jurisdicción nacional que exigía la intervención militar. El escenario para la absurda Guerra del Cerdo estaba servido.

TAMBORES DE GUERRA POR UN ANIMAL DE GRANJA: LA ESCALADA MILITAR

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En respuesta a las peticiones de auxilio de sus conciudadanos, el ejército estadounidense envió a la isla a la Compañía D del 9º de Infantería, al mando del capitán George Pickett, un oficial que años más tarde alcanzaría la infamia en la batalla de Gettysburg. Pickett desembarcó con sus sesenta y seis hombres y, en un acto de audaz provocación, declaró formalmente que toda la isla de San Juan era territorio de los Estados Unidos. Este movimiento, supuso una escalada militar en toda regla que elevó la disputa a una confrontación directa entre ejércitos, transformando el conflicto de la Guerra del Cerdo en una crisis de primer nivel.

La reacción del Imperio Británico fue contundente e inmediata. El gobernador de la Columbia Británica, James Douglas, ordenó el envío de tres buques de guerra de la Royal Navy, con más de dos mil hombres y setenta cañones a bordo, una fuerza abrumadoramente superior a la de Pickett. La orden era clara: desembarcar y expulsar a los soldados estadounidenses de la isla, por la fuerza si fuera necesario. Durante varios días de agosto, ambas fuerzas se observaron mutuamente a través de sus catalejos y las miras de sus fusiles, con el dedo en el gatillo y esperando la orden que desataría una guerra entre dos de las naciones más poderosas del planeta.

LA CORDURA SE IMPONE: DIPLOMACIA FRENTE A LA LOCURA BÉLICA

Cuando todo parecía perdido, la sensatez de un hombre evitó la catástrofe. El contraalmirante británico Robert L. Baynes, al mando de la flota en el Pacífico, recibió la orden directa del gobernador Douglas de iniciar el asalto. Sin embargo, Baynes se negó a acatarla, considerando que la situación era demencial. Su respuesta pasó a la historia: declaró que no sería él quien involucrara a dos grandes naciones en una guerra por una simple disputa sobre un cerdo. Su valiente acto de insubordinación, fue la decisión crucial que desactivó la inminente batalla y salvó a ambos países de un conflicto sangriento y sin sentido, cambiando el rumbo de la Guerra del Cerdo.

Cuando las noticias de la escalada llegaron finalmente a Washington y Londres, la reacción de los gobernantes fue de absoluta incredulidad y alarma. Ni el presidente estadounidense James Buchanan ni el gobierno de la reina Victoria tenían el más mínimo interés en iniciar una guerra por un archipiélago remoto, y mucho menos por un animal de granja. Para evitar que la locura local se descontrolara por completo, ambas capitales acordaron enviar a un mediador para negociar una solución pacífica sobre el terreno. La Guerra del Cerdo había llegado a un punto de no retorno y la diplomacia era la única salida posible.

EL LEGADO DEL CERDO: UNA PAZ SIN VENCEDORES Y UNA LECCIÓN PARA LA HISTORIA

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El encargado de apagar el fuego fue el veterano general estadounidense Winfield Scott. Tras negociar con el gobernador Douglas, ambos acordaron una solución tan peculiar como el propio conflicto: una ocupación militar conjunta de la isla. Se estableció que cada país mantendría una fuerza simbólica de no más de cien hombres, que vivirían en campamentos separados hasta que una comisión resolviera la disputa fronteriza de forma definitiva. Esta extraña tregua, dio lugar a una convivencia pacífica que duró más de doce años, durante los cuales los soldados británicos y estadounidenses llegaron a confraternizar e incluso a celebrar fiestas juntos.

La disputa territorial no se resolvió hasta 1872, cuando ambas naciones acordaron someter la cuestión al arbitraje del káiser Guillermo I de Alemania. Tras estudiar los mapas y los tratados, el emperador alemán falló a favor de la reclamación estadounidense, estableciendo la frontera a través del estrecho de Haro y otorgando la plena soberanía de las Islas de San Juan a Estados Unidos. El último soldado británico abandonó la isla pacíficamente ese mismo año. Así concluyó la Guerra del Cerdo, un conflicto sin una sola baja humana que sirve como una poderosa lección sobre el absurdo del nacionalismo exacerbado y la importancia de la diplomacia para resolver hasta las disputas más inverosímiles.


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