El auténtico gazpacho andaluz, esa sopa fría que reina en los veranos de toda España, esconde un secreto que desafía la receta que la mayoría damos por sentada. La inclusión del pepino, hoy casi omnipresente, es en realidad una adición moderna que desvirtúa la fórmula original. Un viaje en el tiempo hasta 1850, de la mano del escritor costumbrista Serafín Estébanez Calderón, nos revela la verdadera esencia de este plato. En sus escritos, documentó con precisión los cinco únicos ingredientes que componían esta joya gastronómica, una revelación que obliga a reescribir lo que creíamos saber sobre nuestra propia cultura culinaria. La sorpresa es mayúscula al descubrir que la versión primigenia era más simple, pero no por ello menos sabrosa.
Este hallazgo no es una mera anécdota para puristas, sino una invitación a redescubrir un sabor perdido, más intenso y puro. La receta del siglo XIX nos habla de una Andalucía donde el tomate era el protagonista indiscutible, sin la competencia acuosa del pepino o el pimiento. Entender por qué se modificó la fórmula original y cómo era exactamente su elaboración nos permite conectar con las raíces de nuestra cocina de una forma mucho más profunda. A lo largo de este recorrido, exploraremos los motivos detrás de esta evolución y desvelaremos paso a paso la preparación de aquel gazpacho olvidado, un tesoro que merece ser rescatado del olvido.
2LOS CINCO PILARES DEL GAZPACHO PRIMIGENIO

El tomate, llegado de América y ya plenamente asentado en la huerta andaluza, era el alma indiscutible de este gazpacho decimonónico. Se buscaban variedades carnosas y de sabor intenso, que aportaban todo el color y la base gustativa. Junto a él, el pan duro, un elemento de aprovechamiento que cumplía una doble función crucial. Por un lado, aportaba consistencia y cuerpo a la sopa, convirtiéndola en un alimento saciante capaz de sostener a los jornaleros durante las duras faenas del campo. Por otro, su capacidad para absorber los jugos del resto de ingredientes creaba una emulsión rústica y perfecta.
El trío final lo componían el ajo, el aceite de oliva virgen y el vinagre de Jerez. El ajo, usado con mesura pero con firmeza, aportaba ese punto picante y de carácter que despertaba el paladar. El vinagre, por su parte, proporcionaba la acidez necesaria para hacerlo refrescante y para conservar la mezcla durante unas horas sin refrigeración. Pero el ingrediente que lo unía todo, el que le daba su untuosidad y riqueza, era el aceite de oliva, un oro líquido que emulsionaba los sabores y aportaba una textura sedosa, elevando una simple mezcla de vegetales a la categoría de manjar.