Vivimos tiempos paradójicos, donde la abundancia en muchos rincones del planeta contrasta con nuevas y silenciosas pandemias que amenazan con desbordar nuestros sistemas sanitarios y mermar la calidad de vida de millones. Mientras la atención global se ha centrado en crisis infecciosas, un enemigo más sigiloso, la obesidad, se ha ido extendiendo hasta el punto de que la OMS la considera uno de los mayores desafíos para la salud pública mundial, una auténtica plaga moderna que no distingue fronteras ni clases sociales, aunque golpea con más saña a los más vulnerables. Este incremento exponencial del sobrepeso y la obesidad ha transformado lo que antes era una preocupación estética o un signo de opulencia en una compleja enfermedad crónica con profundas raíces sociales, económicas y culturales, obligando a una reflexión urgente sobre nuestros hábitos y el entorno que los promueve.
La magnitud del problema es tal que las cifras se han vuelto escalofriantes, dibujando un panorama desolador si no se toman medidas contundentes y coordinadas. Ya no hablamos de casos aislados o de un problema exclusivo de países desarrollados; la obesidad se ha democratizado de la peor manera posible, afectando a niños, adolescentes y adultos en todas las latitudes. Las consecuencias van mucho más allá del impacto en la báscula, pues esta condición es la antesala de una miríada de patologías graves que comprometen seriamente la salud y suponen una carga económica ingente para las arcas públicas, un desafío que pone a prueba la resiliencia de nuestras sociedades y la capacidad de respuesta de organismos internacionales como la OMS.
3EL MENÚ DE LA MODERNIDAD: ¿QUÉ NOS ESTÁ ENGORDANDO REALMENTE?

La transformación de nuestros patrones alimentarios en las últimas décadas es, sin duda, uno de los principales culpables del alarmante aumento de la obesidad a nivel global. Hemos pasado de dietas tradicionales, basadas en productos frescos y de temporada, a un consumo desmedido de alimentos ultraprocesados, ricos en azúcares añadidos, grasas saturadas, sal y calorías vacías, pero pobres en nutrientes esenciales. Esta «occidentalización» de la dieta, impulsada por la industria alimentaria y facilitada por estilos de vida cada vez más acelerados, ha creado un entorno obesogénico del que es difícil escapar, una preocupación central para entidades como la OMS.
Pero la comida no es la única responsable; el sedentarismo se ha erigido como el otro gran cómplice en esta ecuación fatal que está engordando al planeta. La tecnología, que tantos beneficios nos ha aportado, también ha fomentado estilos de vida mucho más inactivos, con trabajos de oficina que nos mantienen sentados durante horas, medios de transporte que nos evitan caminar y un ocio cada vez más digital y menos físico. Esta drástica reducción de la actividad física diaria, combinada con una ingesta calórica a menudo excesiva, crea un desequilibrio energético que se traduce, inevitablemente, en un aumento de peso para una gran parte de la población.