El género de la ficción histórica española vuelve a dar muestras de su gran saber hacer. La Promesa, la serie que ha atrapado a millones de espectadores, da un giro inesperado con el regreso de uno de sus personajes más entrañables, pero también más extraños: Eugenia.
La misma que ya estuvo entre las paredes de La Promesa no aparece como un simple cameo esta vez. Eugenia llega para convertirse en un seísmo narrativo cuyas réplicas se dejarán notar en cada rincón del palacio de los Marqués de Luján.
1EUGENIA, SOMBRA DE PASADO Y PRESENTE

La llegada de Eugenia a La Promesa ha de ser tomada como una suerte de un espejo roto y, como todo espejo roto cada personaje se mira en él mismo y no recibe de vuelta lo que le gusta. Lorenzo, su marido, contrarrestará todos los intentos de la familia para acercarla al seno de la familia porque su inestabilidad emocional detona en él el pensamiento de que todo puede volver a caer en el caos, pero los Marqués de Luján también se irán a empeñar a introducirla, persuadidos de que estar con ella les podrá ser útil.
A partir de aquí, el tira y afloja de lo que al principio de la obra era un posicionamiento benevolente acaba siendo una guerra silenciosa. Pero la ausencia ha de ser la que acaba por ensombrecerlo todo: Cruz. La conmoción de Eugenia cuando no se encuentra con él en el palacio es tan manifiesta que hasta los criados contienen la respiración. La familia se enfrenta a un dilema moral: contarle la amarga verdad, a saber que Cruz se encuentra en prisión o protegerla con una mentira piadosa.
El hecho de que los Marqués de Luján pudieran llegar a decidir elevar de nuevo a Curro, al papel de “señorito de la casa”, a pesar de que sólo fuera en el corto plazo, sumada a la anterior, añade, otra capa de tensión. Esto se da como una estrategia para no alterar a Eugenia y aun a estas alturas la satírica saturando la escuálida jerarquía de la casa. El conde de Ayala jamás juega a ciegas. La realidad es que, en un lugar donde cada sonrisa esconde un puñal, la inocencia de Eugenia puede acabar siendo el objeto de su mayor tesoro con el que explotar su mayor debilidad.
De otro lado, Curro vive su contradicción: volver a ser tratado como un niño de papá, aunque sea provisionalmente, le hace recuperar la nostalgia que había olvidado, mezclada con la culpa que le provee este cambio. Por un lado, se olía al joven que había sido con la aureola perdida; por otro, sabía que aquel cambio no era más que una mentira para que Eugenia no acabara dedicando su corazón.