Los actos de los seres humanos están entrelazados por la rueda del destino, que dispone a su antojo sobre las vidas, sueños y ambiciones de hombres y mujeres. En ocasiones, los giros de la existencia los unen; otras veces, los separan para siempre.
De este extrañamiento que es vivir, Pilar Méndez Jiménez, diplomática de carrera y escritora por vocación, ha escrito una entretenida novela –Los mares de la canela (La Esfera de los libros)– donde se fabula, a partir de escenarios geográficos e históricos reales, sobre los vínculos vitales que atan, sin saberlo, a criaturas de dos continentes; en este caso la Europa española del siglo XIX y las naciones asiáticas de China y Filipinas. La historia, ambientada en la época decimonónica, nos descubre el pretérito compartido entre la Península Ibérica y los Mares del Sur, al tiempo que proyecta un hondo mensaje de fraternidad entre mujeres de latitudes dispares que ayudan a los distintos protagonistas a hacer frente a las calamidades de la vida, superándose a sí mismos.
La narración cuenta las peripecias de dos grupos de personajes gemelos –tres amigos chinos, tres mujeres gallegas– que, conducidos por sus hechos, y limitados por sus circunstancias, navegan en ese vaivén que es la existencia.
Méndez Jiménez, que se estrena con este libro en el género de la ficción histórica, usa para su cuento una estructura narrativa contemporánea. Entrecruza los distintos episodios que tienen lugar en Galicia, Filipinas y China y confía la voz narrativa a una de las protagonistas, una mujer gallega, sabia y benéfica, a la que unos consideran una meiga, y en la que lector encuentra todas las claves de este hermoso libro que es, al mismo tiempo, un notable friso histórico, un relato de viajes, un breviario de sabiduría –basado en la cultura popular– y una historia de amores frustrados, amputados y, sin embargo, triunfantes.
Hay en Los mares de la canela un elogio a la hermandad familiar, que no es estrictamente la de la sangre, sino aquella instituida mediante la libre elección individual. También es una crítica a los dogmatismos religiosos (cargados de intereses terrestres, no siempre nobles) y a las culturas represivas que someten la libertad de las mujeres o la expresión de los pueblos.
Gracias a esta narración, ordenada en setenta y cinco capítulos, en su mayoría breves, que dotan al relato del dinamismo y la velocidad necesaria para que el lector no abandone nunca la lectura, conocemos de primera mano la antigua Galicia rural, sometida a la ideología tradicional –propiedad, iglesia, represión del diferente–, la China insular –la isla de Kulangsu, donde crecen los árboles de la canela, metáfora del mítico comercio de las especias, que unía Oriente y Occidente, y causa de la era de los descubrimientos– y el archipiélago filipino, donde la cultura española y la asiática conviven, se mezclan y dan lugar a un nuevo mundo influido por costumbres, hábitos y creencias compartidas.
A su manera, a través de las historias que cohabitan en este libro, Pilar Méndez Jiménez hace una defensa de la concordia entre los que son diferentes y explica que la convivencia y la mejora de los pueblos, cualquiera que sean sus religiones, creencias o miradas sobre el mundo, depende del fecundo flujo civilizatorio del comercio. El intercambio comercial, tan antiguo como la Historia, cuando es equilibrado, genera progreso y ganancias económicas, pero su mayor impacto es cultural: las civilizaciones de comerciantes relativizan sus propias creencias y se abren a otras diferentes, construyendo por la vía de los hechos un marco de tolerancia donde los individuos pueden ejercer su libertad y buscar su destino sin verse atados a los falsos mandamientos de pertenencia a una tierra, una clase social, una bandera o una ideología.
Esta sabia enseñanza, que guía el relato de Los mares de la canela resulta ejemplarmente adecuada para nuestro tiempo, cuando los nacionalismos nos venden una idea de la cultura reduccionista. En este sentido, la novela de Méndez Jiménez es una reivindicación del viaje, en lo que tiene de apertura al mundo, y una hermosa fábula –real y al mismo tiempo maravillosa– que nos susurra que el destino de los seres humanos, aunque se vea condicionado por las circunstancias, puede cambiarse mediante la voluntad, abriendo los ojos a lo incierto y ejerciendo esa forma de hermandad que consiste en saberse sentimentalmente iguales. A fin de cuentas, todos los seres humanos somos universales y, con independencia de dónde hayamos nacido, soñamos con alcanzar esa forma de sabiduría que llamamos felicidad.