Dice Albert Rivera que al que no le guste lo que hace, que monte otro partido. Este tipo de prepotencia no se la merece ningún español. Rivera es libre de determinar la política de su partido, pero los demás también de comentar lo que piensan al respecto. Incluso los que están en su partido. Esa no es una respuesta que eleve el ya bajo nivel del debate político en España.
Con su “no es no” a los socialistas emula a Pedro Sánchez en un episodio, en el otoño de 2016, en el que el entonces y ahora Secretario General socialista no evidenció, tampoco, ser un hombre de Estado. Ahora reclama a los demás eso que no quiso hacer (incluso se apunta a lo de que gobierne la lista más votada como pedía Rajoy). Se abstuvo, sensatamente, la Gestora socialista y desde esta perspectiva el Partido Popular está endeudado, como le recuerdan algunos. Pablo Casado se hace el sueco. Hace mal porque cae en la trampa de pensar antes en sus electores (y en los de Vox y Ciudadanos) que en su país.
Pablo Iglesias ya descarriló en marzo de 2016 un gobierno de Pedro Sánchez que tenía el apoyo de Ciudadanos. Al final, hubo nuevas elecciones y acabó gobernando la derecha. Ya con Julio Anguita, el Partido Comunista le hacía, junto a José María Aznar, la pinza a los socialistas. Iglesias, que viene de ese PC con su embozo de Izquierda Unida, ha cogido eficazmente el relevo añadiendo un ansia por el coche oficial.
Santiago Abascal lleva por el mismo camino a Vox con su empeño en ser legitimado por Rivera quien, a su vez, no quiere mancharse la mano estrechando la de quien le puede dar sus votos y con quien compartió plaza en Colón. Rivera sabrá porqué, pero no lo dice. Solo vemos que se tapa la nariz.
¿Es esta la “nueva política” con la que se iba a regenerar el panorama político español? Han parcelado el bipartidismo, pero sin flexibilizar la capacidad de pactos entre las diferentes formaciones políticas y especialmente la transversal buscando un centro alejado de extremismos.
BIBLOQUISMO
El bipartidismo se ha reconvertido en un “bibloquismo” menos flexible aún que cuando se alternaban socialistas y conservadores. Nuestros políticos miran más los sondeos que los problemas por resolver. Adaptar la organización y financiación territorial de tal modo que pueda reforzarse la solidaridad nacional; una necesaria reforma de la ley electoral para hacerla más justa y que el país deje de estar, asimismo, en manos de partidos regionalistas sean o no separatistas; un consenso para mejorar y normalizar una educación que sea de calidad y exenta de propaganda son algunos de los muchos temas que requieren el interés general y no el de unos u otros.
Apenas se habla de una reforma de la Constitución. La provisionalidad política en la que vivimos parece impedirlo. Sin embargo, es imprescindible. Si no se hace, el desajuste con la realidad se agrandará. ¿Tendrá, por ejemplo, la Infanta Leonor que tener también sólo hijas o un varón como primogénito para no tener que adecuarse aún el orden sucesorio de la Corona al siglo XXI?
Los socialistas navarros quieren con sus 10 escaños (Navarra Suma sacó 20) un gobierno “Frankenstein”, que diría el llorado Alfredo Pérez Rubalcaba, aprovechando la complicidad de Bildu. Posible. Sí. ¿De recibo? No. Preocupa que no lo entiendan. En algunas autonomías, pactan a veces, también, peligrosamente con separatistas. En el País Vasco, Idoia Mendía se fue de juerga en Navidades con Arnaldo Otegui. ¿Edificante? Tampoco, por no añadir, además, las actuaciones de los políticos independentistas catalanes.
¿Esta es nuestra clase política actual? Poco presentable. ¿Cuecen las mismas habas en otros países? Depende. Boris Johnson y Donald Trump, o el veleta de Jeremy Corbyn, no son buenos ejemplos. Emmanuel Macron o Angela Merkel muestran más sentido del Estado. Como lo tuvieron, entre otros, Adolfo Suárez o Felipe González. Pero eso fue, antaño. ¿Nostalgia? En efecto.
Carlos Miranda es Embajador de España