La última carga de Idiáquez

En 1618, Felipe III reinaba sobre el mayor imperio jamás conocido. La unión de las Españas con Portugal atesoraba en manos del monarca español una cantidad ingente de territorios y pueblos. Su poder era tal, que nadie se atrevía a desafiarle o cuestionarle. Eran los tiempos de la Pax Hispanica, años en los que apenas hubo conflictos en Europa, pues tan solo mentar la palabra España, servía para disuadir a cualquiera que pretendiese atentar contra sus intereses.

Sin embargo, el 23 de mayo de ese año, cuatro hombres salieron despedidos por las ventanas del castillo de Praga. Eran tres emisarios del emperador católico y un escribano dispuesto a dar fe de lo que allí se tratase. Una afrenta imperdonable. ¿Se imaginan que ocurriría hoy en día si unos enviados norteamericanos fueran arrojados por las ventanas del palacio de otro país? Acababa de empezar la Guerra de los Treinta Años.

Fernando II de Hasburgo, primo y aliado de Felipe III, se convenció entonces de que era necesario parar los pies a los protestantes de Bohemia. Para ello contaba con la ayuda económica y militar de Su Majestad Católica. Lo suecos, aliados de los protestantes, comenzaron una ofensiva al mando de su rey Gustavo Adolfo II, llegando hasta Baviera, corazón católico de Alemania. Esto alarmó a Felipe IV -Felipe III había fallecido-, por lo que ordenó a su hermano el Cardenal-Infante Fernando de Austria que organizase un ejército para detener las ordas protestantes, que ya habían tomado Múnich.

En 1634, Fernando de Austria se topó con la ciudad de Nördlingen, en el norte de Baviera, donde se encontraban unos 5.000 luteranos. Antes de iniciar el asedio, el jefe de las tropas imperiales fue informado de que un gran ejército sueco se encontraba de camino. Abandonó precipitadamente los planes de tomar la ciudad y se dispuso a iniciar una dura batalla campal contra los protestantes.

Uno de los generales suecos, Gustavo de Horm, con esa superioridad a la que tan acostumbrados nos tienen los rubios habitantes del norte, consideraba a los españoles como unos desarrapados soldados de un imperio en decadencia.

Calculó mal.

El Cardenal-Infante, comprendiendo la batalla que se avecinaba, colocó tres fortificaciones y las llenó de soldados españoles en el lugar estratégico por antonomasia: la colina de Nördlingen. Tal era su importancia, que si la colina caía, la batalla y la guerra estarían perdidas. El marqués de Grana, uno de los generales españoles se dirigió al resto del Estado Mayor con estas palabras:

“Señores, en esta batalla nos van muchos reinos y provincias, y así, con licencia de Su Majestad y de Su Alteza Real, diré lo que siento: el peso de la batalla ha de ser en lo alto de aquella colina y de los tercios que están en ella; será necesario enviar allí un tercio de españoles e irle socorriendo con más gente según vaya siendo preciso».

En lo alto de la colina, se encontraba el Tercio del guipuzcoano Martín de Idiáquez -que luego dicen que no tienen nada que ver con España-, que aguantó hasta catorce cargas colina arriba de los nórdicos. Sin embargo, la situación era desesperada, porque Idiáquez se quedaba sin hombres y sin apoyos. Reunió a sus hombres y les arengó de esta forma:

“Señores, parece que estos demonios sin dios nos quieren dar la puntilla, y contra nosotros viene lo mejor que pueden poner en el campo, será cuestión de echarle redaños y aguantar firme. Cuando esos demonios amarillos se dejen ver, no quiero que ninguno desfallezca, aguantad firmes ante ellos y esperad a oír la detonación de sus mosquetes, en ese momento todo el mundo a tierra”.

De esta heroica manera, los españoles, al mando de Idiáquez -un vasco, un hombre como debe ser un hombre-, siguieron aguantando, entre el lamento de los heridos, la sangre derramada y el humo de la pólvora. El sueco, amargado y decepcionado por sus inútiles esfuerzos, ordenó una última carga, pensando que sería la definitiva: ¡era imposible que aquellos españoles soportasen más castigo!

Pero no esperaba lo que un soldado español puede hacer en una situación desesperada. Cuando sus tropas atacaban cuesta arriba, Idiáquez dio a sus hombres una orden suicida: atacar a cuchillo a los protestantes. Me imagino las caras de los norteños viendo como unos diablos renegridos y bajitos, se venían contra ellos acuchillándoles al grito de “¡Santiago!”. Fue como una guadaña cortando en un campo de heno y los suecos huyeron despavoridos. No me extraña la pasión de las mujeres suecas por los morenos habitantes del sur de Europa.

Era el momento clave de la jornada. El Cardenal-Infante traspasó en solitario a caballo las líneas en descomposición del enemigo y agitando su sombrero, animó a sus hombres a seguirle. Fue una masacre. Los protestantes fueron cazados como conejos en la posterior persecución. El general Horn fue apresado junto a 6.000 de sus soldados y todo el tren de artillería. La mitad del ejército luterano quedó tendido sobre el campo.

Los suecos se retiraron de Alemania y nunca más se enfrentaron en un campo de batalla a los españoles. Fue la victoria de las victorias, que llenó de pánico el corazón de los enemigos del imperio.

Es necesario no olvidar lo que una vez supuso ser español, algo de lo que reniegan muchos en la actualidad. Es un título de nobleza que debe llevarse con orgullo, en recuerdo de aquellos hombres que lucharon por todo el mundo en defensa de su rey, su patria y su religión.

¡No lo olvidemos!