La cenicienta y la postmodernidad

Hace mucho tiempo, un rico viudo -posiblemente un capitalista sin escrúpulos millonario a base de explotar obreros-, se casó con una mujer desamparada, madre soltera con dos hijas. A su vez, el siniestro explotador aportaba otra niña al matrimonio.

Durante un tiempo, todos vivieron felices en el castillo del viudo, que había comprado a un fondo buitre, tras desahuciar a los verdaderos inquilinos. Pero resultó que murió de improviso y la antigua madre desamparada, ya imbuida del malvado espíritu burgués, puso a su hijastra a realizar todas las labores del hogar, en un claro ejemplo de alienación machista. Además, la muchacha ejercía las labores sin estar dada de alta en la Seguridad Social, al más puro estilo del capitalismo salvaje.

Así pasaron años, hasta que la joven -a la que llamaban Cenicienta porque siempre estaba tiznada– se convirtió en una adolescente guapa e inteligente, deseosa de realizarse como mujer, no simplemente por su cuerpo y belleza. Un día, el Rey -institución obsoleta y anacrónica-, convocó a todas las jóvenes casaderas del reino, para que su hijo escogiera novia. Más o menos como Mujeres y Hombres y Viceversa, en un repugnante y execrable acto machista, ya que se trataba de un auténtico mercado de la carne, manteniendo el estereotipo de que las mujeres solo sirven para vivir de un hombre.

Enterada Cenicienta de tal ocasión y viendo que sus hermanastras iban acudir y ella no, en un arrebato de envidia, rezó para que alguien le ayudase. Así, apareció el Hada Madrina, que penetró por la noche en la habitación de la muchacha cometiendo un delito de allanamiento de morada. Esta, saltándose todas las normas internacionales de comercio justo y explotación infantil, la proporcionó un vestido de fiesta confeccionado en China por niños-esclavos. Además, le dio también una carroza y maltratando a varios animales, les obligó a ejercer de palafreneros y caballos de tiro. La única condición que le puso, coartándole la libertad individual y atentando a sus derechos como mujer, fue que tenía que regresar antes de las doce de la noche.

Una vez en el palacio -que todos pagaban con sus impuestos-, el Príncipe se fijó en ella manteniendo una actitud heteropatriarcal e intento robarle un beso, lo cual es una clarísima agresión sexual y delito. Cenicienta, acosada por el Principe, viendo que el reloj daba las doce campanadas, salió corriendo, pero perdió uno de los zapatos de cristal que llevaba y que no cumplían las especificaciones de la Unión Europea para el calzado humano.

El Príncipe, ardiendo de deseo insano, ordenó al día siguiente que sus fuerzas represivas fueran casa por casa sin ningún tipo de orden judicial, probando el zapato en los pies de las jóvenes violentando su intimidad.

Tras probarlo en todas las mujeres, incluidas las hermanastras, pero como el tallaje era para promover la anorexia y un determinado tipo de mujer, el zapato de cristal solo le sirvió a Cenicienta. Entonces, el Príncipe, avisado por sus esbirros, se presentó en la casa y se la llevó a pesar de que ella lo que quería era estudiar artes escénicas.

Y se casaron, y no fueron felices, pero comieron perdices cometiendo una infracción a la ley de caza.