¿Y si Trump es el nuevo Kennedy?

El viernes hará dos semanas que Donald Trump ocupa el puesto de presidente de los Estados Unidos y la pregunta que aún resuena en mi cabeza no es “¿Cómo ha podido ganar?” sino “¿Cómo diablos no ha perdido?”. Sé que técnicamente Trump no ha ganado, pues el voto popular fue mayoritariamente para Hillary Clinton, pero aún así no acabo de entender como alguien que  durante la campaña afirmó que no pagar impuestos le hacía inteligente o que podría salir a la calle disparar a alguien y la gente le seguiría votando no ha sufrido una derrota estrepitosa. Lo que más me asusta es que la única explicación racional que encuentro es que Trump es el nuevo Kennedy, y eso me quita el sueño por las noches, porque significaría que está aquí para quedarse.

Nixon vs Kennedy

Todos los estudiantes de Periodismo y Ciencias Políticas conocen la historia, y es normal porque no en vano aquel hecho cambió ambas disciplinas para siempre. El 26 de septiembre de 1960 Richard Nixon y John Fitzgerald Kennedy se enfrentaron en un debate retransmitido por radio y televisión; la mayoría de los oyentes de radio, quienes sólo habían escuchado los argumentos, se decantaron por considerar ganador a Nixon, mientras que quienes siguieron la discusión por televisión y vieron el aspecto y el lenguaje corporal creían que Kennedy había sido claro triunfador. Aquellas elecciones certificaron que la televisión se impondría a la radio en lo que restaba de siglo, pero también que nuestro concepto de lo que tenía que ser un líder había cambiado radicalmente.

En honor a la verdad Kennedy no es exactamente un elemento disruptivo en la política, sino la evolución final de algo que se venía gestando desde hacía mucho tiempo. La sociedad ya no buscaba líderes severos que la guiaran, sino que exigía a quien quisiera gobernarla empatía con sus problemas y forma de vida, —“Esta familia se ha visto reducida a la más baja de todas las criaturas, nos hemos transformado en actores”, le decía Jorge V al futuro rey al futuro Jorge VI en la película El discurso del rey — la aportación de Kennedy fue añadir a la lista de requisitos esa actitud relajada ante el poder de quien rige el destino de un país pero aún así encuentra tiempo para  jugar con sus hijos y hace chistes mientras está en el trabajo. Un modelo que hemos buscado en todos los candidatos políticos desde entonces y que Obama ha encarnado aún mejor que el propio Kennedy.

El hecho de que el debate Kennedy vs Nixon cambiara a la vez el periodismo y la política no es casualidad, sino más bien consecuencia lógica. JFK no ganó las elecciones porque la televisión le hiciera parecer un triunfador, parecía mejor que sus rivales porque conocía mejor que nadie las reglas del lenguaje del medio que dominaba a la sociedad en la que vivían sus votantes. El problema es que la televisión de los 60 no se parece en nada a la que vemos ahora.

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Hillary es la vieja televisión

Existen muchas razones por las que Trump se ha impuesto a Hilary en la contienda electoral, casi tantas como analistas han estudiado el hecho, pero hay una que se repite en todos los análisis: Hillary Clinton no cae bien al electorado. Se le acusa de haberse labrado un perfil de política profesional que habla de los problemas de los pobres pero luego legisla a golpe de dictado de las grandes compañías, pero lo cierto es que Hillary Rodham Clinton ya caía mal antes de dedicarse a la gestión política.

Hillary aprendió pronto que tendría que cambiar para ser aceptada por los americanos. Bill Clinton y Hillary Rodham se casaron en 1975, pero ella no usaría el nombre de Hillary Clinton hasta 1982, cuando las encuestas reflejaron que mantener su nombre de soltera estaba costando a su marido la posibilidad de reelección como gobernador de Arkansas. Hillary cambió su apellido, su peinado, sus gafas, sus discursos…¿y qué consiguió a cambio? Que sus intentos de convertir el papel de Primera Dama en algo más que una figura decorativa fueran recibidos con chistes sobre el poco carácter de su marido, y que mientras vivía en la Casa Blanca se estrenaran al menos 3 películas de Hollywood en las que la primera dama moría dejando al Presidente viudo.

Los mejores momentos de popularidad de Hillary coinciden con los famosos escándalos sexuales de su marido. Los votantes la arroparon como víctima de los desmanes de un esposo que no la valoraba, demostrando una vez más que la sociedad norteamericana funciona por los esquemas que ha aprendido de televisión. Hillary soñaba con parecer un personaje de El Ala Oeste de la Casa Blanca, pero el público le percibía como la mala de un culebrón; una matriarca ambiciosa y capaz de todo para acabar con sus enemigos que sólo merece compasión cuando sufre por amor.

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Trump es la telerrealidad

Mientras Hillary progresaba en política Trump se dedicaba a fracasar. Símbolo de la ambición sin límites de los 80, el magnate estadounidense pagó en sus carnes la resaca de los 90. Entre 1990 y 2004  presentó hasta seis expedientes de bancarrota, con fracasos sonados como el del Casino Taj Mahal de Atlantic City, que sólo aguantó 13 meses antes de tener que declararse en suspensión de pagos. Pero a diferencia de Hillary, Trump siempre vio aquellos fracasos como un  motivo para salir más en los medios. Donald Trump considera que si logra que la gente asocie su nombre como sinónimo de triunfo todos se acabarán olvidando de sus fracasos. Y lo cierto es que le funciona.

Por ello Trump no ha dudado en poner su nombre en negocios ruinosos o edificios que no son suyos , y cuando ha hecho ha protagonizado spots que ridiculizaban su propio divorcio,  o se ha dado de tortas en un combate de lucha libre. Pero el movimiento más importante del nuevo Presidente de los Estados fue presentar un reality de televisión.

Durante 12 años Donald Trump ha presentado El Aprendiz, un concurso de telerrealidad en el que los participantes compiten por un puesto en las empresas Trump. En este reality es importante que los concursantes demuestren su valía en los negocios, pero también que hagan tretas para lograr eliminar a sus rivales, y todo bajo la atenta mirada del que iba a ser futuro presidente de los Estados Unidos, que tomaba buena nota de qué es lo que le gustaba a la audiencia.

No hay más que observar las primarias republicanas para comprobar los paralelismos entre la campaña de Donald Trump y las estrategias de cualquier concursante de reality. Al igual que el malo de Gran Hermano busca generar peleas que le aseguren su cuota de minutos en los resúmenes diarios del concurso, Trump se dedicó a crear polémica y humillar a sus rivales consiguiendo que los medios le habían negado cualquier papel de favorito en la carrera le convirtieran en el protagonista de la campaña. Nadie expulsa en la primera gala al concursante que da juego, y consciente de ello Trump fue superando cribas a base de generar polémicas y titulares absurdos. Cuando los medios tradicionales quisieron darse cuenta, Donald Trump había ganado la nominación republicana y con ella se había convertido en el candidato a la presidencia que decía cosas que sonaban a nuevo, y ponía nervioso a los poderes de un Estado que el electorado de la era postindustrial percibía que había traicionado su confianza.

“No podría presentarme a presidente porque aunque dijera cosas interesantes siempre quedaría por detrás de un rival con una gran sonrisa” decía en Trump en una entrevista televisiva en los años 80, 30 años después de aquella frase presentó su candidatura sabiendo que las reglas habían cambiado.

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Trump puede ser el nuevo referente

Siempre pensamos en Donald Trump como símbolo de los años 80, pero quizás nos equivocamos y su verdadera aportación sea ser el primer político capaz de leer las claves de la televisión del siglo XXI. En una sociedad tan marcada por la dicotomía entre ganadores y perdedores la victoria de Trump ha validado una serie de comportamientos que hasta ahora estaban vetados en campaña electoral. Tendremos que esperar cuatro años para ver si los resultados de su gestión si Trump es recordado como la prueba de los peligros de votar a quien se comporta en campaña como un cretino, o si es el ejemplo de que todo está permitido cuando quieres alcanzar tu meta de volver a hacer América grande otra vez.