domingo, 15 diciembre 2024

¿Por qué las jirafas tienen el cuello tan largo? Recordando a Lamarck (I)

La historia de la ciencia es una disciplina fascinante. Nos revela, en tanto que historia, riñas, celos, enfados, alegrías, egoísmo, actos de amor, comportamientos de dudosa moral, grandes individualidades y personas sometidas a similares miserias que el resto de los mortales. Como ciencia, nos aporta poderosas armas no solo para entender el mundo sino también, y quizá en mayor medida, para conocernos a nosotros mismos.

Así pues, la historia de la ciencia es una sucesión de capítulos épicos y momentos menos gloriosos. Junto a los grandes nombres de ese panteón ilustre que todos, escuela mediante, podemos recitar de un tirón (Arquímedes, Copérnico, Galileo, Newton, Darwin, Einstein…) vemos otros relegados a un segundo plano, cuando no directamente convertidos en detritus de la historia. Según la historia del evolucionismo que nos enseñaban en la escuela, Lamarck pertenecía a este último grupo.

Jean-Baptiste Pierre Antoine de Monet Chevalier de Lamarck (1744-1829) fue uno de los grandes científicos de su época. Botánico del rey de Francia desde 1781, a Lamarck debemos, por ejemplo, la acuñación de la palabra biología. Aunque su fama, para bien y para mal, se debe a su explicación del cambio en las especies, que pasa por ser una de las primeras teorías evolutivas modernas.

jirafas

Téngase en cuenta que hasta el siglo XVIII la biología estaba en pañales (en realidad, como hemos visto, no tenía ni nombre), sobre todo comparado con una física que, desde Newton, pasada por ser el paradigma y modelo del conocimiento científico. Con enormes reticencias y poniendo todos los obstáculos posibles, la Iglesia, hasta entonces no solo un gran poder espiritual y político, sino también la institución que tenía el monopolio de la verdad, de cualquier verdad (por tanto, también el de la verdad científica), empezaba a aceptar que el universo podía ser el que, cada uno desde su parcela y con su propios matices, habían pintado Copérnico, Kepler, Galileo y Newton.

A regañadientes, fueron adaptando el texto bíblico a esa nueva visión científica, o al revés. En el fondo, como tal vez en su fuero interno sabían los personajes más inteligentes –y maquiavélicos- de la Iglesia (piénsese en el propio cardenal Belarmino) la nueva física no tenía por qué ser contradictoria con el dogma cristiano. Vale, la Tierra es la que gira alrededor del Sol. ¿Y qué? ¿De qué manera se pone en cuestión la existencia de Dios? ¿Acaso eso contradice el texto bíblico? El libro del Génesis solo dice que Dios hizo todo lo que hay en seis días y al séptimo descansó. Pero no entra en detalles cosmológicos.

Jean-Baptiste Pierre Antoine de Monet Chevalier de Lamarck (1744-1829) fue uno de los grandes científicos de su época

La cuestión de las especies era más peliaguda. Primero, para la mentalidad –científica, filosófica o gastronómica- premoderna, era muy difícil aceptar sin más que las especies pudiesen cambiar. Cuando se empezaron a encontrar fósiles de dinosaurios o restos de especies marinas en pleno continente, tales hechos solo sirvieron inicialmente para afianzar el relato bíblico: ¿conchas y fósiles marinos en medio de Francia? Eccolo qua: el diluvio ha quedado demostrado. ¿Esqueletos que parecen indicar la existencia de bichos enormes de los que ya no queda constancia, esto es, que se han extinguido? Lo mismo: seguramente no cabían todos en el arca de Noé. Los que quedaron fuera, se ahogaron. El diluvio y, así, la veracidad de la Biblia, ha quedado doblemente demostrada.

El problema es que, a lo largo del siglo XVIII, se fueron acumulando evidencias que parecían cuestionar los sólidos cimientos de estas tesis. Un nombre clave en esta historia es el de George Louis Leclerc, conde de Buffon. A finales del XVIII, prácticamente ningún intelectual dudaba que, en otras épocas, otras especies había habitado la tierra.

No solo eso: la idea básica y universal de la inmutabilidad de las especies empezaba a tambalearse. La recogida de fósiles que mostraban especies perturbadoramente “intermedias” era una “espina en la carne” de la mentalidad imperante que representaba un interrogante sin respuesta y ante la que ningún científico podía permanecer indiferente.

Lamarck sería objeto objeto de escarnio y vituperio a lo largo de los siguientes doscientos años

Lamarck fue el primero en ofrecer una solución sistemática y no exenta de atrevimiento. Su teoría recibió el bonito y revelador nombre de transformismo. Con ella era posible  dar respuesta a muchas de las singularidades que se ven en la naturaleza, como el largo y peculiar cuello de las jirafas. 

Sin embargo,  como veremos a continuación,  el bueno de Lamarck sería objeto objeto de escarnio y vituperio a lo largo de los siguientes doscientos años hasta que, burla burlando, el advenimiento de un nuevo milenio pareció darle la razón.


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