Yo la tengo más grande

Esta mañana, en mi habitual paseo matinal, he sido testigo de un hecho revelador. Andaba por la calle, cuando se han cruzado dos niños, dos varones de unos cinco o seis años. Cada uno de la mano de su madre. Ambos portaban en las manos un muñeco de plástico, no sé si de los Power Rangers o de algún superhéroe tan al gusto de los infantes. Los dos se han detenido. Uno frente al otro, enseñándose los juguetes. El que parecía un poco mayor le ha dicho al otro: “El mío es más grande que el tuyo”. El otro, sin amilanarse le ha contestado: “No, el mío es más grande y además tiene lanzacohetes”. Al final, ambas madres han resuelto dilema con una sonrisa en la boca y esbozando gesto de satisfacción y orgullo, se los han llevado, cada uno en una dirección.

Reflexionando –que no es lo mío– sobre lo que he visto, me he dado cuenta de que los hombres no han cambiado en cientos de miles de años y el espíritu de cazador-recolector, permanece intacto en algún recóndito lugar de nuestro cerebro. Desde que el hombre se alzó sobre las piernas y comenzó a caminar erguido abandonando los árboles para bajar a la sabana, siempre ha pretendido tener lo grande y mejor. Desde el miembro viril, hasta el último coche. Desde el teléfono caro, hasta el chalet con varias habitaciones.

Así, a los hombres nos gusta rodearnos de objetos como símbolo de prevalencia social. Cuanto más, mejor. Es normal ver cómo el vecino del quinto A, se compra un coche último modelo para mostrarlo pavoneándose, a sus amigos y vecinos. Es normal que se muestren con su última adquisición femenina, más joven y guapa que la anterior.

Son símbolos masculinos de poder y ninguno de nosotros se encuentra exento de sentir la necesidad de tenerla más grande que los demás. Por eso, las doctrinas que propugnan que todos somos iguales, están condenadas al fracaso, porque son acogidas con entusiasmo porque han sido desfavorecidos por la vida. Pero en el fondo, subyace la idea de que quiero tener lo que tiene el otro o incluso más. Así, el que lucha contra los que supuestamente se encuentran en un estatus social elevado, lo que pretenden como fin último, no es otra cosa que suplantarlos y ocupar su espacio. La tan admirada revolución francesa, fue eso: el cambio de una clase dirigente (la nobleza) por otra (la burguesía). La carne de cañón la pone como siempre el pueblo llano, pensando que va a mejorar su suerte. Si lo endulzamos con una declaración de derechos humanos y un sistema presuntamente democrático en el que se vota cada cuatro años, tendremos una sociedad en la que se cambia algo para que todo siga igual.

Porque en la naturaleza humana esta inscrito en letras de sangre el “Yo la tengo mas grande”. Y nadie lo va a cambiar.