La matemática griega no necesitaba experimentos

Según una idea firmemente establecida, la ciencia moderna nació en el momento en que decidió forzar a la naturaleza a responder sus preguntas. Esto es: cuando inventó, o descubrió, la noción de experimento. Por aquí pasa, nos dicen todavía la mayoría de manuales al uso de historia de la ciencia, la gran distinción entre la ciencia de los antiguos y la ciencia de los modernos. A los griegos, por ejemplo, no se les ocurriría ir en contra de los datos de la experiencia ni negar las evidencias empíricas. Pero la idea de reproducir en un entorno controlado ciertos parámetros al antojo humano para ver el comportamiento de otras variables estaba completamente fuera de su alcance, fuera de su visión del mundo o cosmovisión, por emplear un lenguaje que sigue siendo grato en buena parte del mundo no anglosajón, sino germano.

Así pues: los griegos tenían experiencia, no experimento. Algunos filósofos responden que, en contrapartida, nosotros tenemos experimento, sí, pero hemos perdido la experiencia de las cosas. Moralinas aparte, esta palmaria verdad no es tan palmaria, ni tan verdad. Cuando hablamos de griegos antiguos nos referimos a un lapso muy amplio de tiempo: evidentemente no es lo mismo la Grecia de Homero que la Grecia de Platón, y esta última tiene ya poco que ver con el helenismo. A partir del siglo III a.C., en efecto, es innegable que, si no el experimento como tal, la experimentación se desarrolla intensamente en determinados centros de producción de saber diseminados por el arco mediterráneo, llegando incluso a una cierta especialización. Antes incluso, había sectores importantes del conocimiento y las artes que nunca permanecieron indiferentes a la experimentación. Así, la tantas veces recordada medicina hipocrática.

Himno de pitagóricos al sol
Pitagóricos celebrando el nuevo día

Por otra parte, eso de que los griegos se ceñían a la experiencia es una forma tan vacía de hablar como inexacta. El cacareado realismo de los griegos era, en cierto sentido, una cosa demasiado cercana a lo que el hombre del siglo XX llamaría idealismo. Formidable idealismo, eso sí, enraizado en el cuerpo a más no poder y dotado de una belleza estética (es decir, empírica, sensitiva, perceptiva) inigualable. Pero dicho realismo griego no significa que los griegos solo viesen lo que tenían delante. De hecho, casi se puede decir que lo que más veían era lo que no tenían delante y otro lugar común que se aplica a aquellas admirables gentes no deja de plantear, aparentemente, una aguda contradicción: el gusto por la especulación y el talento innato de los griegos para las matemáticas.

Cuando decimos matemáticas queremos decir “geometría” e “intuición”. En la Antigüedad más antigua, la diferencia entre matemáticas puras y aplicadas estaba ya bien definida. Los egipcios, por ejemplo, dominaban las primeras, mientras que los griegos fueron los amos absolutos de las segundas. En el medio, los babilonios, metamos a quienes metamos dentro del no siempre claro gentilicio de “babilonio”. Cierto: las matemáticas aplicadas no caen del cielo. Si los egipcios desarrollaron la agrimensura con el objetivo último de poder calcular las acres de un terreno y saber exactamente la cantidad de grano que se podía recaudar, ello no es óbice para que tal desarrollo implique dominar nociones sólidas de geometría.

El cacareado realismo de los griegos era, en cierto sentido, una cosa demasiado cercana a lo que el hombre del siglo XX llamaría idealismo

Volviendo a los griegos y a su purísima concepción de las matemáticas, lo que importa señalar es que si los griegos no hacían experimentos, tal y como se entiende esta palabra desde Francis Bacon, seguramente fue porque no los necesitaban. De acuerdo: el hecho de que su economía girase en torno a un sistema esclavista no es un detalle menor. Pero no hablamos ahora de economía política.

Desde el punto de vista epistemológico, los griegos no necesitaban recurrir a experimentos. Ni siquiera necesitaban, de hecho, recurrir al cálculo. Por eso la aritmética griega nunca dejó de estar en pañales y palidece en comparación con la de cualquier otra civilización antigua. Pero, ¿para qué coger papel y lápiz para calcular la multiplicación de dos cuadrados cuando se puede ver el resultado en el acto? Todos recordamos aquellas cantinelas de la escuela cuando empezábamos a estudiar los productos notables y nos pedían calcular el cuadrado de un binomio. Y venga con aquello del cuadrado del primero, más el cuadrado del segundo, más el doble del primero por el segundo. Para los estudiantes todo esto no es más que una jerga extraña de equis e íes griegas expresando potencias. Pero toda esta formulación aritmética tiene una base geométrica, es geometría pura (¿o ya no recordamos que quiere decir “cuadrado”?). Qué maravilla, que increíble maravilla sería poder ver la operación desarrollándose como tal ante nuestros ojos. Pues un griego la veía.